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Hace noventa años, Ortega y Gasset escribía un pequeño ensayo, llamado Teoría de Andalucía, en el que perfilaba los rasgos característicos del alma andaluza, del ser andaluz, que definen toda una filosofía, toda una forma de entender la vida, que tendría como una de sus muchas consecuencias una mayor capacidad para afrontar una situación de crisis como la que estamos viviendo.

Muchos de estos rasgos se han ido diluyendo a lo largo del siglo XX y lo que llevamos del vertiginoso XXI, y otros, a fuerza de caer en el tópico, se han vuelto irreales, por lo que en el andaluz de este 2017 puede resultar difícil reconocer la presencia del que definía Ortega y Gasset en 1927. Pero quiero aprovechar ese retrato orteguiano para describir lo que podría ser toda una actitud ante la crisis.

El alma andaluza tiene como uno de sus características más notorias su vejez. El andaluz es uno de los pueblos más antiguos del Mediterráneo, y gracias a ese tiempo inmemorial, donde se han posado mil y un pueblos, se han ido definiendo una serie de características, que podrían ser las que representan el ser andaluz.

El andaluz sabe ofrecer una cara amable, desconflictuada, haciendo gestos de sí mismo y dándose como réplica dulcificada. El devenir histórico ha ido puliendo las aristas, y el contorno de su carácter es suave.

Dice Ortega que la cultura es el conjunto de soluciones con las que el hombre responde al conjunto de problemas que es la vida, que es un sistema de actitudes ante la vida, con sentido, coherencia y eficacia. Y la cultura andaluza es un conjunto muy singular de soluciones.

Todas las culturas se apoyan en unos rasgos en detrimento de otros, y el conjunto, cuando es pulido por el tiempo, llega a suplir las carencias con la sobreabundancia de sus rasgos principales. En el caso de Andalucía, hay una identificación con la tierra, con la luz, con el paisaje, y la actividad preferida, el ideal de vida del andaluz, poder mimar su tierra, cuidarla para alimentarse de sus frutos. Esta aptitud, tremendamente conservadora y vitalista, ha generado una cultura donde la guerra ha tenido muy poco arraigo.

Las soluciones que ofrece la cultura andaluza no parten de la lucha sino del cultivo. Según Ortega, la cultura andaluza es esencialmente agraria, no porque cultive el campo, sino porque se inspira en la agricultura para cultivar al ser humano.

Como consecuencia, el andaluz ha opuesto a la violencia de la guerra, fruto de tantas invasiones, la blandura, la elasticidad, lo meticulosamente impreciso, que sustrae la fuerza del golpe y desarma al invasor en dos generaciones. El andaluz tiene desdén por la guerra, porque supone un derroche frente al propio ideal de la cultura andaluza: la posibilidad de vivir con el mínimo.

Tal y como dice Ortega, la fórmula de la cultura andaluza es reducir al mínimo las necesidades para poder dedicar el mínimo esfuerzo, pero no porque la tierra sea pobre, sino todo lo contrario, porque la tierra es muy rica, y permite que con poco esfuerzo pueda obtenerse lo necesario. Y según el argumento orteguiano, aquí radica la singularidad de la cultura andaluza: el ser andaluz no cayó en el desarrollismo de explotar al máximo el potencial de los recursos, sino en explotar al máximo el excedente de tiempo, para disfrutar de la vida en el paraíso que supone Andalucía.

El secreto de la vida está en los pequeños detalles, vividos con detenimiento y deleite, y para eso es imprescindible el tiempo que no se dedica a un esfuerzo incesante, tan característico de otras culturas.

Es fácil caer en el equívoco, desde culturas diferentes al ser andaluz, estimuladas por el ideal del trabajo, de ver en la indolencia del mínimo esfuerzo, el origen de los males andaluces, y sin embargo, según Ortega, es justo todo lo contrario, el mínimo esfuerzo es el principio del ideal de vida del andaluz, el ideal del vegetal que le permite solazarse, es decir, exponerse al sol que todo lo acaricia.

Este ideal genera mesura, sobriedad. En los pueblos que se afirman en el ideal del esfuerzo, trabajo y fiesta están disociadas y llegan al extremo. En el ser andaluz, ambos, trabajo y fiesta, están finamente entremezcladas: la fiesta nunca termina del todo, pero también lleva trazas de esfuerzo, a fuerza de ser cotidiana.

La consecuencia es la posibilidad de una sucesión, casi ilimitada, de pequeños sorbos, pequeños deleites que proporcionan un modelo único de vida. Frente a lo desmesurado que proporciona el esfuerzo intenso, se encuentra lo sobrio que permite el mínimo esfuerzo.

Otro rasgo del ideal del vegetal con el que Ortega define al ser andaluz, es la gran identificación que este siente con todos los aspectos de su tierra, cuyo campo y cuyo aire son lo primero, son el paraíso. Y como el vegetal, el andaluz sólo necesita estar en el ambiente y vivir de la luz, el aire y el color que el ambiente le proporciona. El mínimo esfuerzo proporciona la oportunidad de estar ahí, en medio del paraíso. Dice Ortega: “Frente al hombre de la tierra prometida, (el andaluz) es el hombre de la tierra regalada, el hijo de Adán a quien ha sido devuelto el Paraíso”. Y en este sentido, “se sabe privilegiado”.

La tierra llega a ser la idealidad del andaluz y la vida cotidiana se hace ideal cuando se desarrolla en Andalucía.

Personalmente creo que esta visión que hizo José Ortega y Gasset del alma andaluza está idealizada, y posiblemente en la actualidad, los procesos globales hayan inoculado en el ser andaluz el ritmo frenético común a todas las sociedades occidentales, y esos rasgos que definiese el insigne filósofo se encuentren muy difuminados. Pero me valen para mi propósito de estas notas: definir una nueva mentalidad para la crisis.

Imaginémonos por un momento, que efectivamente pudiésemos satisfacer nuestra vida con un mínimo esfuerzo, porque fuese bajo nuestro nivel de exigencia de acopio de bienes y de consumo; imaginémonos que de esta manera queda tiempo, mucho tiempo, para disfrutar de la vida sorbo a sorbo, con todo lo que ofrece: la compañía, el ambiente, la tierra, los escenarios del alma. Y para que esto sea así, y no se caiga en el tedio y el aburrimiento, hace falta una riqueza interior que valore esos tesoros intangibles.

Posiblemente fuésemos más felices (que es lo que todos buscamos, no nos engañemos) con menos, y las fluctuaciones que impone la crisis nos afectarían menos.

Los términos de la ecuación son claros: reducir la dependencia exterior porque encontramos en el interior buena parte de los motivos para existir. Y para ello es necesario descubrir e iluminar nuestros espacios interiores, a través de un itinerario filosófico que ya se trazaba desde el mundo clásico y cuyo objetivo era llegar a conocer y poner en valor todo lo mejor de nosotros mismos. Un método filosófico que llegue a este punto, es un excelente remedio para evitar que la disolución que acarrea la crisis se lleve nuestra esperanza.

 

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