Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO /
Calle Ancha. Es de día. Hace poco que el crepúsculo asomó por el este, y el sol ya empieza a salir por la montaña. La muchedumbre se agita. La noticia corre ligera como el viento. En San Ildefonso, los hortelanos y las hortelanas están felices, ha llovido intensamente en la Cuaresma, y creen que las cosechas venideras serán abundantes.
Es Jueves Santo. Por fin, después de mucho tiempo, Jesús de los Descalzos volverá a salir de madrugada, como siempre lo hizo.
El mundo en el que se criaron Julia y Emma fue distinto. La gente corrompida por el poder, por el consumismo, por la corrupción originó una nueva sociedad, huérfana de la fe y de la empatía. La espiritualidad se retiró.
La fe quedó al margen. El mismo Dios se alejó, se durmió en su cielo, esperando sentirse útil de nuevo. Aunque nunca perdió la esperanza, pues sabía que, todavía, quedaban hombres libres y puros.
Los fanatismos desparecieron de la faz de la tierra y esto, al principio, fue bueno. Las normas tan rígidas, que habían sido creadas por el hombre, lo condenaron a la esclavitud. La humanidad comenzó a creer en la moderación, en la tolerancia, en el respeto al diferente. Los credos se suavizaron y la armonía, entre las diferentes creencias. parecía posible.
Sin embargo, esta atmosfera de moderación finalmente desapareció.
El capital venció. El dinero, con sus prebendas, ganó. El amor fue desterrado del corazón del ser humano. Dios, desde el cielo azul, sufría.
Pero un grupo de mujeres resistió. Y fundaron una comunidad. El lugar no tiene importancia. Buscaron a Jesús desde la clandestinidad, desde la oración y el silencio. Con actos piadosos volvieron a recuperar la confianza de sus semejantes. Y Dios volvió a estar contento. Y supo que la mujer había sido su mejor creación. Y en el cielo hubo gran regocijo.
Las mujeres administraron el amor y nadie se sintió indefenso. La muchedumbre empezó, otra vez, a acudir a las iglesias. Sentía la necesidad de volver a hablar con Jesús, pedían su paz y amor.
Las cofradías volvieron a salir a la calle. Ya no había distinciones entre los hermanos. Todos eran iguales. Las varas de mando desaparecieron. Volvieron las largas procesiones, con sus nazarenos. Y los tronos, con su belleza, rendían pleitesía a Jesús y a la Virgen.
Todo este proceso lo vivieron Julia y Emma. El periodo de tiempo, en el que ocurrió todo lo anterior, no es relevante. Lo importante es que la gente aprendió a amar a sus semejantes.
____________________________________________________________
Viejo Itinerario
Por la calle de la Ropa Vieja, mucho tiempo lleva sin pasar Jesús.
Las cancelas de las casas no saben lo que es ver la cruz del Nazareno.
Los niños del barrio de San Juan nunca han visto subir al Señor, con su paso lento y cadencioso. La última vez fue en el año 54. A Jesús, el Señor de Jaén, de la Merced, de la Catedral, del Camarín lo desterraron al valle. El mandamás, quizá, consideró que Jesús tenía que pasear su belleza asiática (como dice el poeta) por otros lares. Los cantones, en los que vivían el pillo y la meretriz, se quedaron sin el perdón sin la bendición de El Abuelo.
Sin embargo, todo vuelve a cambiar. Aunque esta vez no es una transformación gatopardiana. El lema de Lampedusa no se cumple. El cambio es verdadero. Existen otros mandamases que conocen la tradición y quieren recuperarla. Son devotos a la vieja usanza. Con exquisito y buen gusto. Sabedores de esa herencia de sus mayores. Interesados en mostrarla a los más jóvenes.
Es de día y ya está Jesús subiendo por la Ropa Vieja. ¿Cuántos años han pasado? El que escribe esto no lo sabe, y tampoco lo considera necesario.
Lo que sí sabe es que el barrio, que todavía es de gente humilde, necesita la luz y el amor de Jesús.
Y el Abuelo asciende por el cantón, y el poeta que está en la cima de esta pequeña montaña se imagina el poema:
Se va la luna. Calle de la Ropa
Vieja. El cielo y la voz de la saeta.
La campana se calla. El sol, violeta.
En la plaza, los trinos en la copa
de los árboles. Firmes las promesas.
La muchedumbre espera. El viento vuela.
La procesión asoma sin las velas.
La Marcha de Cebrián eterna y presa.
Y qué difícil es subir la cuesta.
El trono se para firme allí dónde
tu mirada despierta, en esta cresta
de Santiago; la fe otra vez responde.
Jesús, tu sombra siempre tan enhiesta
mirando ese clavel que nadie esconde.
____________________________________________________________
Canción de Jesús
A Gregorio, el poeta que no escribe; a Paco, el que sí pinta; a José, el que, siempre, filosofa; a Melero, fotógrafo de las pasiones; y a mí, que sueño con lo cotidiano. A nosotros está dedicada esta canción que, al amparo de la muralla, subimos carrera arriba buscando la melodía de un hombre que, con su cruz al hombro, es reo de su leyenda.
Y nos cruzamos con su mirada. Y buscamos en Él algo que no sabemos encontrar. Por esto, subimos todos los días a verlo, a hallar la melodía que se nos niega.
Pues Él nos convoca. Y Gregorio le canta, en silencio, el poema más hermoso que nunca verá el pergamino. Y Paco sabe que algún día será capaz de pintar la sombra ingobernable de su alma. Y José, otra vez, le preguntará qué es lo que hay que hacer para que la gente se ame. Y Melero, con el corazón, le hará la foto más bella junto al cielo de su camarín.
La mañana del Viernes Santo ya es. Julia y Ema, de la mano de su madre, suben por la calle Empedrada camino de la plaza de San Ildefonso. Un hombre bueno, con la cruz al hombro, las espera.
Jesús de los Descalzos camina con su pena por el arrabal.