Informar y opinar son dos tareas bien distintas que deben deslindarse adecuadamente. En ambas actividades rige –o debe regir- el principio de la libertad individual, si bien tal principio toma causa en base a dos derechos fundamentales diferentes, el derecho a “expresar y difundir los pensamientos, ideas y opiniones”, lo tiene en el artículo 20.1 a) de la Constitución, y el derecho a la información se apoya en el 20.1 d). Mientras el derecho de opinión no tiene expresamente límites constitucionales, el de información es bilateral: “comunicar o recibir”, la concreción de veracidad y la delegación legal de la regulación del derecho a la cláusula de conciencia y el secreto profesional. El mero enunciado del marco constitucional pone de manifiesto que son dos cosas diferentes.
Informar es una ciencia que se imparte, se aprende y tiene unas reglas propias como cualquier otra rama del saber; la opinión es un campo más libre y no sujeto a reglas científicas, que es difícil de aprender en una escuela porque suele ser fruto de la experiencia y la reflexión.
En mi anterior entrada y colaboración escribía -daba mi opinión- sobre el derecho de información que tiene el periodista, sus límites, el deber de veracidad y la dificultad de conjugarlo con el derecho a la intimidad.
No dije más, porque no conozco más y no pretendía improvisar; no soy ni he sido ni querido ser periodista; soy aficionado a pensar, reflexionar y opinar sobre lo que me circunda. La materia prima del opinador es la noticia, la información que recibe y que no tiene que buscar, ni comprobar o verificar, simplemente efectuar sus propias consideraciones sobre lo que está en la calle.
Opinar no es una ciencia, no tiene leyes, ni reglas porque es consecuencia de la libertad ideológica, por eso creo que es un arte o, si lo prefieren, una artesanía, donde prima la creatividad del opinante o su capacidad de interrelacionar informaciones, sobre la materia prima que es la noticia. ¿Tiene límites la opinión?; ¿Supone ello que existen el deber de ser veraz, el de oportunidad o, incluso, el del buen gusto? En modo alguno, existe –debe existir- una ética del opinador, sobre todo cuando lo hace por “escrito o cualquier otro medio de reproducción”. Lo que ocurre es que estos deberes éticos o límites del derecho “a expresar libremente el pensamiento, ideas y opiniones”, legalmente no tienen otros límites que la eventual colisión con otros derechos del mismo rango. Ello es así porque la opinión sale de dentro hacia fuera, es reflexión subjetiva del opinante y por tanto vale aquello que Campoamor llamó “el cristal con que se mira”.
Las dificultades del arte de opinar vienen precisamente de los prejuicios del opinante; por ello es oportuna partícula “libremente” que introduce el artículo 20, 1. a) de la Constitución; todo lo que cercene o limite la libertad del que opina, condiciona la calidad de la opinión: si milita en una determinada opción política, estará mediatizado por el ideario del partido sobre el propio; si opina para un medio de información o grupo mediático, es susceptible de recibir presiones o sugerencias de quien, en definitiva, le paga; si profesa una creencia religiosa, las exigencias de su religión condicionan las ideas a difundir. En todos estos casos el opinante, o bien no será congruente con lo que piensa o sus opiniones estarán teñidas de parcialidad.
Esta cuestión nos avoca a los opinantes que, de un modo u otro, hacemos gala de independencia, a ser conscientes de los propios prejuicios, a hacer un profundo examen de conciencia en el más literal de los sentidos: nadie al opinar se puede sustraer a la propia ideología en el más amplio concepto sin dejar de ser honesto y coherente. El dilema se resuelve a base de integridad personal, no se trata de engañar a nadie, sino de -aunque sea difícil- opinar lo que se piensa en cada momento, sin restricciones mentales, y procurar la continuidad y armonía en el pensamiento y -por tanto- en la opinión.
Vivimos tiempos muy distantes a aquellos del pernicioso pensamiento único; hoy no es menos malo el pensamiento atomizado y desestructurado en que por cada esquina soplan trompetas desintegradoras o dirigidas interesadamente por el acomodo en los medios que tienden a llevar agua a su molino; nunca hubo tantos opinadores de oficio en tertulias, redes o cenáculos; allá cada uno.
Mantener la coherencia, integridad, independencia y la libertad al opinar es muy difícil y para ello, cuando todo fluye, en decir de Heráclito, en tiempos de tantos cambios es precisa mucha reflexión y diversificar, beber de muchas fuentes, para formar adecuadamente y -lo que es más difícil- mantener el propio criterio.