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Por JUAN MANUEL DE FARAMIÑÁN GILBERT /

“Magnum, o Asclepi, miraculum est homo”, gran milagro es el ser humano, ¡oh Asclepio!, nos dice Giovanni Pico della Mirándola en su obra “Oratio de Hominis dignitate”, sobre la dignidad del ser humano, al comenzar su tratado con esta cita de Hermes Trismegisto.

Por ello, hablar sobre unidad en la diversidad, que es el tema que nos ocupa, me ha llevado a reflexionar sobre la propia estructura de los seres humanos, pues desde los distintos ángulos que representa su constitución, su arquitectura vital, podemos decir que el ser humano es una unidad constituida de diversas naturalezas, una “unidad en la diversidad”.

De este modo, según las diferentes culturas o tradiciones, cuando se refieren a la compleja constitución humana se habla de cuerpo y alma, materia y emociones, soma y psique, señalando estructuras duales; o de cuerpo, alma y espíritu en estructuras tridimensionales; o de cuerpo, sentimientos, alma y espíritu en modelos cuaternarios, sobre todo dentro de las corrientes culturales occidentales. No obstante, en el ámbito del pensamiento oriental existen referencias más amplias y se habla tanto de cinco niveles, cuerpo, energía, sentimientos, mente, y espíritu o, más desarrollado aún, con referencias a siete planos, cuatro de mayor densidad y tres más sutiles que se resumen en cuerpo, energía, sentimientos y mente concreta como elementos de mayor viscosidad y mente pura, intuición y espíritu más individualizados, al dividir la mente en dos planos.

Sin embargo, cabría indicar que incluso en las referencias duales se contienen el resto de los planos existenciales, con la singularidad de que en ellas se sintetizan de un modo más global. Personalmente me inclino por utilizar las estructuras más amplias, pues resultan más didácticas a la hora de comprender la compleja naturaleza de los seres humanos.

 ¡Qué mejor ejemplo de unidad en la diversidad!

Ello nos hace cavilar sobre la posibilidad de entender cómo se manifiesta nuestra inteligencia y cómo se desarrolla a través de nuestras percepciones, en la medida que asentemos nuestra conciencia en las distintas estructuras de la personalidad, pues en estos casos nuestra percepción de la realidad irá variando según el foco en el que centremos nuestra concentración, ya se incline hacia alguno de esos cuatro cuerpos más densos o, por el contrario, hacia los cuerpos más sutiles. Partiendo de la base de que entendemos por el término cuerpo aquellos ámbitos en donde la materia se hace, en su apariencia, más densa o más etérea.

El cuerpo físico nos brindará sensaciones de placer o de dolor, el cuerpo energético, sensaciones de cansancio o euforia, el cuerpo psíquico con las sensaciones que recorren la gama del amor al desprecio y el cuerpo mental, siguiendo el modelo kantiano, con una mente basada en la razón práctica que es con la que elaboramos el resumen y la comprensión de todas las anteriores emociones. En esta estructura cuaternaria se desenvuelven las percepciones cotidianas de nuestra existencia que nos lleva a la parte más evidente de nuestros comportamientos vitales. Sin embargo, cabría la posibilidad de atisbar sobre este cuadrado existencial la presencia de otros tres cuerpos o zonas más sensibles y de apariencia más etérea o fugaz que serían la mente pura, la intuición y la buena voluntad, que para el criterio kantiano constituiría la otra cara de la mente que en su conjunto se compondría de una razón práctica y una razón pura.

Para entender esta idea cabría decir que la razón práctica está motivada por los imperativos hipotéticos de los impulsos vitales o por citar otras fuentes, estaría relacionada con el soma del  que no habla el Rig-veda o la doxa de Parménides o sea el ámbito de la opiniones, frente a la razón pura basada en los imperativos categóricos que para Emmanuel Kant se trata de un mandamiento autónomo y autosuficiente que va más allá de las frágiles y transitorias opiniones, cuando nos recuerda que es necesario que “obremos de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre al mismo tiempo como el principio de una legislación universal”.  

Por tanto, cabría suponer que la tríada superior, la pirámide que se eleva y apoya en el cubo inferior, estaría conformada por esa parte de nuestra inteligencia correspondiente a la mente pura, a la intuición que nos eleva sobre la misma mente y nos lleva a lo que para Kant sería la Buena Voluntad, como el piramidón que culmina la cúspide de la estructura piramidal.

Para alcanzar la conciencia de la Buena Voluntad kantiana, es decir esa facultad de poder elegir por autodeterminación aquello que la razón establece como necesario y bueno y obrar de acuerdo con esa premisa, se requiere y se reclama que logremos desarrollar el camino de la intuición. Puesto que, a través de la intuición los seres humanos logramos comprender las cosas de un modo instantáneo sin necesidad de razonamiento, ya que es a través de la percepción sensible como podremos lograr un conocimiento de la Realidad. Recordemos que, para Henry Bergson en su obra La intuición como método de conocimiento, “la intuición es una experiencia que nos pone en contacto directo con lo Real”, es decir que nos acerca al conocimiento de lo Absoluto.

De este modo la triada superior del ser humano estaría constituida de acuerdo con las tradiciones occidentales por la razón pura, la intuición y la buena Voluntad, que a su vez en la cultura oriental se denominan con los términos sánscritos de Manas (mente pura), Budhi (intuición) y Atma (Voluntad). Logrando de este modo un sincretismo que aúna el pensamiento de Oriente y Occidente en una especie de “caravana de las ideas” que unifica todos los extremos. Como nos diría la escritora María Dolores Fernández-Fígares en su obra homónima La Caravana de las Ideas, “aunque tenemos la idea de dos mundos distintos y aislados, que viven la historia con ritmos diferentes, Oriente y Occidente han compartido desde antiguo formas culturales, medios técnicos, pero sobre todo ideas, que han fecundado a las civilizaciones”.

Estas ideas, que vienen tanto de Oriente como de Occidente, nos llevan a pensar que existe en los seres humanos una serie de planos, de ámbitos, de cuerpos que no los tomamos en cuenta pues, sumidos como estamos en el enmarañado circuito cuaternario, desoímos el sonido armónico de nuestro plano triádico. Sin olvidar que en los seres humanos todos estos cuerpos o estados de la naturaleza constituyen en sí mismos una unidad y se desarrollan como solidarios e interdependientes, aunque habría que tener presente que dependerá de dónde pongamos el foco de nuestra conciencia lo que dará prioridad a un cuerpo sobre los otros.

Profundizando aún más en estas reflexiones cabe suponer y entiendo que se nos plantea aquí un reto muy sugestivo dado que dentro de esta estructura superior de los seres humanos podemos encontrar muchas y nuevas fuerzas aparentemente ocultas que podríamos desarrollar, pero que se hallan de algún modo postergadas y recluidas en alguna parte de nuestra conciencia.

Algunas tradiciones filosóficas han elucubrado de un modo más sinóptico y quizás podamos decir más profundo sobre estas potencias latentes de los seres humanos. No obstante, cabe tener en cuenta, tal como reza el Sepher Yetzirah, que se trata de poderes que, si bien son sustanciales, no por ello se han comprendido bien desde una visión prosaica, hasta el punto de que para evitar su descrédito los Kabalistas nos recuerdan en el citado texto, que se atribuye al rabino Akiva ben Losef: “cierra tu boca, no sea que hables del Misterio, y cierra tu corazón, no sea que pienses en alta voz; y si tu corazón se te ha escapado, ponlo otra vez en su lugar, porque tal es el objeto de nuestra Alianza”.

Por tanto, teniendo en cuenta estas indicaciones y con la debida cautela, voy a adentrarme en conceptos que, a pesar de su complejidad, no resultan difíciles de entender con una mente abierta.

Veamos. Los preceptos que se recogen en el Kybalión nos recuerdan que los seres y la naturaleza son en esencia uno e indica que “la raíz del universo es mental”. Esta obra, que resume ciertas enseñanzas egipcias, se basa en un texto hermético, La Tabla Esmeraldina atribuida a Hermes Trismegisto, donde también se señala que “así como es arriba es abajo”, o sea que la Mente del Universo tiene la misma naturaleza que la mente de los seres humanos, que las leyes que rigen a un astro son las mismas leyes que rigen a una célula, como con gran intuición percibió Max Planck al hablar de las interrelaciones entre el macro cosmos y el micro cosmos.

En base y de acuerdo con todo lo antedicho, cabe pensar que, en esta relación entre el universo y los seres humanos, entre la naturaleza y nuestro modo de existencia, se pueden producir fenómenos paralelos. Vayamos más allá. Del mismo modo que en algún momento se origina la expansión del Universo, que Georges Lemaître llamó el Big Bang, aunque personalmente me uno a Fred Hoyle, por sus reflexiones críticas con el Big Bang, pues me resisto a pensar que la creación surge por una gran explosión, a menos que entendamos el término explosión como un estado gravitatorio diferente. Me parece más acorde la teoría de Plotino en sus Enéadas cuando indica que la naturaleza surge de lo Uno por “exceso y sin merma” es decir por desbordamiento. Lo que implicaría que, desde lo Uno, el Aquello inefable que se encuentra más allá de toda comprensión en el alcance de nuestra razón especulativa, por un autocalentamiento “amoroso”, o sea por “necesidad de dar”, va cobrando calor, se desborda y se expande por “exceso y sin merma”.

Sería algo parecido “al calentamiento del cuerpo negro” del que también nos habla Max Planck cuando se refiere a la radiación del cuerpo negro, que es una radiación electromagnética térmica que emite energía cuando se calienta, generando calor y luz; y cuyo concepto ya había sido avanzado por Gustav Kirchhoff en el siglo XIX al indicar que la radiación que emite este cuerpo negro es una radiación térmica, o sea una radiación de temperatura. Más tarde, será Stephen Hawking quien apuntará que los agujeros negros son cuerpos negros y que emiten una radiación de cuerpo negro que se ha llamado “radiación de Hawking”, con una temperatura que depende de la masa del agujero negro.

De este modo y regresando a nuestra reflexión, si este desbordamiento se produce en la Mente del Universo, por el efecto de lo que llamaría “principio de necesidad amorosa”, es decir por necesidad de manifestar y dar, produciendo un efecto térmico y electromagnético que le hace desbordarse de manera uniforme y sin merma. Cabría suponer que por relación analógica también podría producirse en la mente de un ser humano, cuando logra desbordar su Buena Voluntad, de la que hablábamos hace un momento, ampliando las esferas de su mente en un proceso de calentamiento amoroso introspectivo en la aplicación de ese mismo “principio de necesidad”.

Podríamos aceptar el término explosión, como un desbordamiento inesperado, como un proceso de ebullición, pero no como algo que surge de la nada, sino que viene de una existencia latente, subjetiva, antes de que se manifieste la existencia objetiva y que se produce progresivamente.

Intentaré explicar mi razonamiento recurriendo a un ejemplo cotidiano. Veamos. Si coloco un litro de leche en un cazo de aluminio, acero inoxidable o titanio y lo pongo a fuego lento, finalmente al llegar a la ebullición se desbordará hacia los costados de la perola, por “desbordamiento y sin merma”, pues siempre estaremos calentando ese mismo litro de leche que se expande más allá del recipiente, sin dejar de contener la misma cantidad de su origen que se amplifica por los efectos del calor.  

Al referirme al calor, como radiación térmica, estoy pensando en la energía universal que Platón en su diálogo El Banquete, por boca de Diótima, llamaría el amor universal que impregna el resto de todos los amores posibles. En otras palabras, el fohat de los tibetanos, es decir la esencia de la electricidad cósmica, como calidad de “amor supremo” que constituye el poder eléctrico de afinidad y simpatía. El Uno, Aquello, se calienta alentado por un “principio de necesidad amorosa”, por necesidad de ser y de dar, y se expande en una ebullición que se derrama de la raíz recóndita de lo subjetivo y genera la existencia sustancial en lo objetivo.

Volviendo, entonces, a los poderes latentes, podríamos colegir que en el ser humano cabe la posibilidad de generar por calentamiento amoroso un desbordamiento progresivo o, si queremos, podemos llamarlo Big Bang siempre, a mi entender, que estemos hablando de una ebullición inesperada, como cuando la leche de nuestro cazo de aluminio llega al punto de hervor.

Resultan en este sentido muy ilustrativas las distintas tradiciones que nos ha legado el oriente tibetano con aportaciones muy interesantes, pues ellas nos hablan de que la naturaleza, Mahâmâyâ o también llamada Shakti, sintetiza seis tipos de poderes o energías que se resumen en el séptimo poder que ella, Shakti, representa como útero vital. Pero hay dos tipos de Shakti, que son el Parâshaki que significa luz y calor, muy relacionado con nuestra reflexión anterior de ese calor que lleva a la ebullición de la sustancia primordial y el Jnânashakti, que es el poder de la inteligencia y por ende de la sabiduría, que tiene la capacidad de ordenar el desbordamiento, tal como nos recuerda la corriente del Jnâna Yoga, el yoga del conocimiento o, dicho en otra clave, el logos de los griegos que ordena el caos y genera el cosmos.

En este punto de nuestra reflexión, resulta oportuno que volvamos al principio, o sea a la estructura septenaria de los seres humanos que, recordemos, se apoya en una ordenación cuaternaria y ternaria. Nos relatan las tradiciones que según focalicemos el amor y la mente ya sea en el cubo o en la pirámide de nuestra septenaria constitución humana, los resultados serán diferentes.

De este modo, cuando el centro de nuestra atención está colocado sobre el ámbito de nuestras condiciones materiales surgen poderes, sin duda importantes desde un punto de vista práctico. Se trata de la memoria, que nos permite recordar vivencias y experiencias pasadas, o la capacidad de interpretar nuestras sensaciones, o la capacidad de realizar asociaciones de carácter racional que nos llevan a comprender mejor el mundo que nos rodea y a trabajar con nuestro plano mental en el sector de las ideas concretas y prácticas.

Sin embargo, si somos capaces de liberarnos de los lazos que nos atan al cuaternario, surgen otro tipo de poderes que resultan mucho más sugestivos y sobre todo muy poco explorados. Estos poderes están latentes en los seres humanos y en la medida en que activan capacidades (que podríamos calificar de clarividentes), son los que nos permiten entender lo que se encuentra en el terreno de las intuiciones y capacidades psicométricas que nos capacitan para medir y cuantificar nuestros procesos psicológicos. A estos poderes las tradiciones orientales les llaman Ichchhâsshakti, o poder de la voluntad, Kriyâshakti, poder del pensamiento, Kundalini Shakti, poder serpentino y electro-magnético, o Mantrikâshkti, o poder de las palabras, del lenguaje o de la música. De ese modo, los seis poderes se unifican en el séptimo que es Dvaiviprakriti o la luz del Logos, la Madre cósmica de todo ellos.

Ajustemos entonces nuestras reflexiones. Dentro de estas virtudes inherentes a todo ser humano, vamos a centrarnos ahora sobre el alcance del pensamiento, del poder de la mente, es decir la Kriyâshakti, pues entiendo que es determinante. Sería la capacidad de trabajar con la inteligencia y con la mente, que recordemos siguiendo el modelo kantiano se compondría de manera bicéfala constituida por una razón práctica y una razón pura o que en las tradiciones en lengua sánscrita estaríamos hablando de Kama-manas o mente de deseo y Manas o mente pura.

Si partimos de la premisa de que los pensamientos generan formas mentales y teniendo presente que los pensamientos son procesos vibratorios, como nos recuerda William Walter Atkinson en su obra sobre El nuevo pensamiento. Podemos colegir, como dice Atkinson, que “el pensamiento produce ondas que se extienden sobre el gran océano del pensamiento, al igual que cuando se tira una piedra al agua. Pero existe una diferencia, las ondas sobre el agua se mueven en todas direcciones, pero en un único plano, mientras que las ondas del pensamiento se mueven en todas las direcciones y en todos los planos a partir de un centro común, como hacen los rayos del sol”.

El cerebro se compone de millones de neuronas que se conectan entre sí a través de corrientes eléctricas entrelazando los circuitos cerebrales que al activarse producen pulsos eléctricos sincronizados, que generan la onda cerebral que resulta medible a través del electroencefalograma. De este modo, se puede conocer la velocidad de las ondas cerebrales que se miden en ciclos por segundos, es decir en Hertz.

Ello indica que las ondas cerebrales presentan distintos tipos de frecuencia según sean más rápidas o más lentas. Las ondas Delta con la más baja frecuencia, entre 1 y 4 Hz que se generan en la etapa de sueño profundo o en momentos de meditación. Las ondas Theta que presentan una frecuencia entre 4 y 8 Hz. y que se logran como resultado de una situación de calma psicológica cuando estamos en estados de introspección y también están relacionadas con la fase REM del sueño y vinculadas con los procesos ligados a la intuición. Las ondas Alpha presentan una vibración con escasa actividad cerebral con una frecuencia de entre 8 y 12 Hz, vinculadas con los estados de reposo con una importante calma mental. Las ondas Beta, se producen cuando nuestro cerebro lleva a cabo procesos de actividad mental y presentan una gran velocidad de transmisión que varía entre los 12 y 35 Hz., que determina tres niveles de vibración, bajo entre 12 y 15 Hz. con el cuerpo relajado, pero con la mente activa, medio entre los 15 a 18 Hz. muy cercano a los estados de alerta y alta, entre los 18 a 30 Hz, que en estados de cierta agitación pasarían a convertirse en ondas Gamma por encima de los 30 a los 35 Hz.

Ello nos hace cavilar sobre la relación existente entre el pensamiento y la energía, sin olvidar la relación que también existe entre la energía y la materia. Se apunta que Werner Heisenberg señaló que cada vez que analizaba la energía percibía que detrás de la energía podía haber un pensamiento. Esto nos hace suponer que existe una “ley de atracción” en relación a lo que pensamos y al modo en que vibramos, tal como nos indica el ingeniero biofísico Georges Lakhosvsky, en su obra El Secreto de la Vida, cuando indica que la comunicación entre las células vivas se produce por radiaciones electromagnéticas de alta frecuencia y esta tasa vibratoria se encuentra íntimamente vinculada con nuestro estilo de vida y con nuestros pensamientos.

Cabe considerar que el ritmo vibratorio y nuestros pensamientos están fuertemente vinculados, de ahí que un reequilibrio en la energía vital genera una relajación de la mente y produce pensamientos de alta tasa vibratoria, lo que da como consecuencia que atraemos lo que pensamos. La alta vibración genera polaridades positivas y la baja vibración da lugar a polaridades negativas. La música es un instrumento fundamental para generar altas vibraciones sobre todo cuando es armónica y equilibrada, dado que los pensamientos son energía con forma de ondas electromagnéticas que pueden modificar nuestros estados de ánimo.

Podremos entender mejor estas ideas si recurrimos a las propuestas de Einstein. Cuando Albert Einstein en su artículo ¿Depende la inercia de un cuerpo de su contenido de energía?, publicado en 1905 en el Annalen der Physik, aunque en él no se recoge todavía  la clásica fórmula E: m C2 , (energía es igual a masa por velocidad de la luz al cuadrado) ya apuntaba la idea de que “si un cuerpo emite una energía L en forma de radiación su masa se altera en L por C2”, entendiendo a C2 como la velocidad de la luz al cuadrado. Con ello nos estaba dando la clave de la relación entre masa y energía. Por lo cual el aumento de energía provoca un aumento directamente proporcional en la masa, lo que indica que ante un aumento de energía se genera un proceso en el que se puede convertir la energía en masa y, viceversa, la masa en energía. Es decir, que la energía se puede convertir en partículas de masa que aparecen a partir de la energía.

Por tanto, podríamos colegir que pensamiento, energía y masa son lo mismo, pero varían según su nivel de vibración dentro del espacio-tiempo. Esta ecuación nos permite avanzar hacia otras ideas como el hecho de que, si energía es igual a masa por velocidad al cuadrado: E: m C2, podríamos apuntar que pensamiento sería energía por velocidad al cuadrado: P: e C2.

De este modo, el pensamiento tendría un grado altísimo de vibración y en la medida que sus moléculas vibratorias pudiesen desacelerarse se convertirían en energía, (P: e C2), lo cual sería pensamiento en estado vibratorio más lento y si aún pudiésemos bajar el estado vibratorio de la energía (E: m C2) tendríamos la masa que sería el resultado de un pensamiento convertido en energía y trasladado a la masa, es decir a la materia, en el marco de lo que entendemos por energía cinética, dado que la masa de un cuerpo es una medida de su contenido en energía.

Así, podemos columbrar que un trozo de piedra es pensamiento y energía condensadas y podríamos suponer que si aceleramos sus moléculas se convertirían en energía y a su vez acelerando las moléculas de la energía volvería a su estado prístino de pensamiento. Esto nos acerca a la teoría de la teletransportación de Masahiro Hotta, Nikola Tesla o Charles Fort, basada en la teoría de los campos unificados y el posible uso de campos eléctricos y electromagnéticos.

Todos estos argumentos que por el momento circundan los límites de los espacios científicos occidentales, ya han sido suficientemente analizados por las corrientes filosóficas orientales cuando, tal como he citado anteriormente, hablamos de la Kriyâshakti. Como se indica en el Glosario Teosófico se trata del poder del pensamiento en virtud del cual “su propia energía inherente le permite producir resultados fenoménicos externos y perceptibles” y que movida por la voluntad toda volición será seguida por el resultado apetecido en la medida que se logre la suficiente concentración en la idea. Nos indican que se puede crear un mayavi-rupa, una forma mental, es decir un vehículo generado mentalmente por la conciencia, y también un cuerpo sutil formado por una voluntad consciente donde, según las tradiciones orientales, mora la conciencia completa. Para, consecuentemente, esa forma mental siguiendo el proceso antedicho se convierta en energía y posteriormente en materia. Algo parecido, mutatis mutandi, a lo que ocurre en la mente del alfarero cuando imagina su cacharro y luego con la energía y el movimiento de sus manos en el barro sacrificial da lugar a la vasija.

Estos procesos resultan sumamente ilustrativos con el fin de poder aplicarlos a nuestra conciencia, pues a través de ella podemos generar pensamientos, formas mentales y vincularlas a los distintos planos de nuestra mente generando efectos que tengan consecuencias en nuestros comportamientos vitales.

De este modo, los seres humanos, como una amalgama de cuerpos y facultades o poderes que se unifican en lo que hemos llamado la unidad en la diversidad, poseemos, por medio del enfoque que le demos al punto donde centramos nuestra cognición la capacidad de ir elevando progresivamente nuestros niveles de conciencia en lo que se entiende por “estados modificados de conciencia”. Así, como nos apunta Carlos Adelantado en su obra Las esferas de la conciencia, “si el tiempo puede dilatarse y el espacio puede expandirse, si la mente puede desarrollarse y abarcar cada vez más esferas de conocimiento, es lógico pensar que la conciencia también puede acrecentarse”.

Finalmente, deseo aclarar para a quienes se pregunten por qué un jurista habla de estos temas, les respondo que ello no es óbice para que pueda analizar los procesos de evolución vital que como ser humano me interesan, puesto que en cada uno de nosotros más allá de su perfil profesional hay un filósofo que se pregunta con asombro ¿quién soy?

En definitiva, cabe señalar que si solo centramos nuestra conciencia en los planos inferiores de nuestra personalidad estaremos impidiendo alcanzar aquellas capacidades que habitan en las zonas elevadas de nuestra mente superior, de nuestra intuición y de nuestra voluntad.

Estamos frente a el reto apasionante de ser o no ser, más allá de nuestras limitaciones temporales y físicas.

Juan Manuel de Faramiñán Gilbert

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