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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO /

Adviento

Las velas de los Santos y difuntos ya han cumplido su función de recordar. Estamos deseosos de recibir la luz salvadora de un niño Dios que nació en la pobreza de un  establo en una noche de invierno, según la tradición. El tiempo de los buenos deseos ha comenzado. La ansiedad por ayudar al prójimo se ha desatado en el mes de noviembre que lanzó sus últimos días entre las hojas caídas de los árboles.
Mi hombre camina solo todavía. Ahora está feliz. Será porque pronto verá a su amigo. Ha abandonado la piedra de la Ropa Vieja y sus pasos por las aceras de la ciudad lo llevan al campillejo de San Bartolomé. La espadaña de la iglesia es como un faro que lo alumbra en mitad del mar.
Los plenipotenciarios, después de su copiosa cena de Santos y con las velas ya apagadas, encienden otras para prepararse en la penumbra de sus salones a esperar la llegada del Mesías. La carrera, en la que se darán grandes trofeos, acaba de empezar. Los líderes de esta sociedad, cargada de bondad y nobleza, buscan con la publicidad de su acto la catapulta a la fama, ya sea a través de abundante recogida de comida, de construcciones manuales de belenes —realizados por presos, que es lo que interesa— en las plazas o lugares de las ciudades, o cualquier otra iniciativa que asegure a estos buenos hombres otro éxito más en su extenso currículum de grandes obras. Las redes sociales pronto se convertirán en el gran  escaparate de la caridad.
El hombre, con mucho frío, está en el umbral de la iglesia. No quiere que le den limosna. Pide una sonrisa y que lo acompañen a dar un paseo. Sus vestimentas rechazan la mirada de los que salen de recibir la caridad y misericordia de Dios, amor que solo ellos se permiten dar.
Pero mi hombre insiste. Es necesario que estos altos dignatarios asciendan por los caminos de la ciudadela, la que visitan cuando únicamente sale su organización. Quiere salvarlos, hacerles ver que la teoría de la caridad y la misericordia no puede quedarse prisionera en el recinto de su corazón.
La mirada por encima de su hombro los delata. Se van.
La lluvia interrumpe su obra. Se queda otra vez solo. Los naranjos de la plaza lo cobijan. Entra en la iglesia a verse a sí mismo. Se pregunta qué ha hecho mal.
La noche expira en su plaza.

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