Por Antonio de la Torre Olid /
En apenas unos años recordaremos que hubo un tiempo en el que los abuelos y las abuelas, los dos o uno de los dos viudo, vivían sus últimos años en nuestras casas y eran cuidados por todos nosotros, especialmente por nuestros padres. Y evocaremos su compañía y los tiempos muertos con ellos, en los que rememoraban sus sucedidos, tarareaban canciones de siempre o esparcían sus parrafadas para un aprendizaje oral de sus nietos. Una cultura de los cuidados que se practica aún hoy de forma natural, como una costumbre de mamíferos, especialmente en los pueblos.
Pedro Simón nos cuenta de forma deliciosa y a la vez algo amarga en qué consiste su experiencia y el argumento de su libro “Los siguientes”, sobre la convivencia con la decadencia de nuestros mayores. Es difícil imaginarse qué sentimiento de debilidad les embargará; la sensación de abismo y miedo del que se está yendo y la orfandad del que se queda; y por tanto lo mucho que representa tener a un consanguíneo cerca en ese tránsito.
Porque no todos tenemos la aparente fortaleza de la que dice estar pertrechado Martín Caparrós y con la que acaba de presentar “Antes que nada”, unas memorias en las que revela que padece ELA y con las que quiere empezar a despedirse, pero con las que no pretende infundir compasión, porque dice que aún “me siento absolutamente vivo”.
Pero la cultura de los cuidados irá desapareciendo de nuestro adn, como las habilidades que se pierden porque no se practican. Y así, a esa generación del baby boom que ha tenido a sus mayores en casa, le siguió la de los x o la milénica y más tarde la de los z o zoomers, en las que sucesivamente se va reduciendo la pirámide de población. Y así, cada vez habrá menor número de cotizantes a la Seguridad Social y por tanto menor financiación del sistema y menores contribuyentes –salvo que aumenten los inmigrantes-. De conseguir emanciparse, esos vástagos tendrán pisos pequeños, trabajos precarios de muchas horas o tendrán que residir lejos. Como para ponerse a cuidar a sus padres y llevarlos a su casa.
Este fin de semana se han celebrado numerosas protestas en las capitales andaluzas, también en Jaén, para denunciar los retrasos en la aplicación de la Ley de Dependencia, con datos que indican que la norma que en 2006 se puso en pie, no está garantizada: con unas 55.000 personas en lista de espera y 609 días para la concesión de derechos, la más alta de España –de tal manera que muchas personas mueren aguardando-.
Otro argumento de las manifestaciones ha sido el incremento de los copagos por las familias o la disparidad del compromiso de las administraciones que deben realizar aportaciones financieras al sistema. A la postre, dar más o menos prioridad a esa cultura de los cuidados es una forma más de entender la vida y por tanto la política. Se trata de caer o no en que, a falta de familiares que no llegan, unos pueden tener medios para hacerse acompañar, pero otros no y ahí debe estar lo público.
Y merece mención especial en estas denuncias la precariedad de los trabajadores dedicados a este fin, que junto con los familiares que también se ocupan de esta labor, hacen bueno el dicho de que es preciso también cuidar a los cuidadores. Pero la estampa sin embargo es muy parecida a la ya sintomática, recurrente y grotesca comparación, por la cual hoy están las plantillas de sanitarios como están, mientras que en la pandemia se les aplaudía en los balcones a las ocho de la tarde y se cantaba Resistiré, en una especie de nunca más, por lo preciado de una sanidad que jamás debería perderse. Es muy difícil que un médico se concentre en su cartera de pacientes si su contrato dura unas pocas semanas.
Una pandemia en la que, cual argumento de película de ficción, muchos mayores murieron en sus residencias, solos, como una recreación de la selección de la especie. Los mismos abuelos que eso sí, antes tuvieron que cuidar de sus nietos, porque sus hijos estaban en sus trabajos; o que en la última crisis habían dado cobijo y cobertura en sus casas y con su exigua pensión a toda una prole que había tenido que volver al domicilio paterno.
El edadismo pues nos persigue como un ogro a pasos agigantados, aunque aún no lo hayamos interiorizado. Hay que hacerse el cuerpo, intentar imaginarse y acostumbrarse a una vejez en soledad. Siempre quedará un Teléfono de la esperanza, con empáticos y cómplices profesionales al otro lado. Y siempre podremos hacer como el viejo profesor Enrique Tierno Galván, alcalde de Madrid, alentador de la movida, difusor del marxismo, declarado agnóstico, que no ateo, que no obstante, en su lecho de muerte, pidió charlar en compañía de un sacerdote amigo.