Es una tendencia natural de toda persona, que se acentúa en los poderosos, rechazar las adversidades y, particularmente, que se tenga noticia de ellas, que los demás lo sepan. El normal recurso, por eficaz y que se ha utilizado a lo largo de la historia, es matar al mensajero; eliminando a éste no solo se tapa una boca –la del difunto- sino que se advierte al entorno. Esta es una de las más poderosas razones para que el periodismo, y no solo en las dictaduras, sea una profesión de riesgo. El que manda, todo el que manda, prefiere los coros angélicos y las loas seráficas que le mantienen en su burbuja y le ratifican en su propia bondad y en la maldad de los adversarios. En la torre de cristal o en las campanas de vacío, aunque no se viva muy bien –lo que se compensa con el ansia de poder- no se recibe el viento de la calle que, a veces, arrecia entre vendavales. Es una experiencia que vivimos cada día y se puede aplicar cada vez que se abre un periódico, se oye una radio o se ve un informativo.
El recurso ordinario de lamentar que la prensa informe de algo que no apetece al informado, normalmente no llega al sacrificio cruento del informante, pues hay formas más sutiles de impedir, limitar, o al menos tratar de evitar que el informante siga informando o profundice en su información. Todo lo que tienda a impedir o poner trabas a la legítima búsqueda de la verdad, usando de medios lícitos, es reprobable pues limita, no solo el derecho individual del periodista o informador de inquirir, sino –lo que es más grave- dificulta el derecho de todos los ciudadanos a recibir información veraz.
Cuestión previa es determinar el objeto de la información, su entidad y utilidad y el sujeto sobre el que verse. Los ciudadanos tienen derecho a la intimidad personal que debe ser salvaguardado, que debe respetarse por todos, incluidos los informadores. Pero el ámbito de la intimidad es cambiante y flexible; no puede amparar la comisión de delitos, ni el grave incumplimiento de las leyes, de nadie, esto en cuanto al objeto, y respecto de los sujetos, cada persona es muy libre de fijar su propia “privacy”; no es lo mismo un ciudadano corriente, que no se expone al público, ni desarrolla actividades descollantes, que los personajes públicos, por dedicarse a lo público, o por desarrollar funciones más o menos publicitadas, o que voluntariamente se ponen en escaparate para obtener un lucro. La intimidad es un traje a medida a la comodidad del que lo usa, aunque de un tejido permeable que deja pasar todo aquello que objetivamente tenga un interés público.
El derecho a la información lo es de primer orden, y en nuestro país, aún más, porque es el soporte del pluralismo político que es, más que un derecho, un principio consagrado como tal en el frontispicio de nuestra Constitución (artículo 1.1). No hay pluralismo sin información y opinión libre.
El problema se complica cuando quienes controlan los medios de información –no los informadores, aunque tampoco son ángeles- redoblan esfuerzos para informar de lo oculto, en unos casos más que otros, o bien orientan y estimulan a los investigadores para obtener un determinado beneficio de la actividad, no solo económico -vender más- sino político para volcar la opinión en un determinado sentido.
El control de los medios, por tanto, se constituye en el primer obstáculo a la libertad de expresión por exceso, es decir, por extender el concepto por intereses no siempre claros, o por defecto, vetando u oscureciendo resultados de investigación no convenientes para el que controla.
En definitiva, los periodistas y los medios de comunicación no solo tienen el derecho sino también el deber de investigar, informar y opinar, con solo tres límites: la veracidad de la información obtenida, su razonable contraste, a fin de evitar perjuicios gratuitos, y la licitud de los procedimientos de búsqueda.
Termino con una afirmación contundente: quien no quiera que se sepa lo bueno o malo que haga, no debe hacerlo; o -en todo caso- asegurarse la reserva. Lo que no parece razonable de ninguna manera es lamentarse de su conocimiento público, porque quien lícitamente investigó e informó con verdad, llevó a cabo una tarea legítima y, más aún, beneficiosa para la higiene de la sociedad y el pluralismo político.
Como en todas las cosas, el que lo haga mal o se extralimite, informador o informado, siempre tendrá que responder de sus actos ante el juez, y el ordenamiento jurídico deberá dotarse de medios materiales y herramientas legales para rectificar lo mal hecho.