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Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / La casa está en una calle principal, es de boato y oro su construcción.
Desde hace mucho tiempo nadie ha conseguido ver a sus dueños.
Si acaso, una imperceptible sombra, cuando la luz deja de alumbrarla.
El ocaso le rinde tributo, a través de sus rejas. Sólo sabemos de sus patronos, que fueron excelentes hidalgos, que emigraron a las tierras del oeste, cuando el océano no era tan terrible. Y los barcos, generalmente de buena madera gallega, llegaban a puerto. Descansan, en sus cornisas, las golondrinas y todo aquel pájaro que lo necesite. Y en sus cuadros siempre hubo los mejores palafraneros.
En todos los concejos, nunca se vio algo semejante. En la casona, en sus paredes, viven pinturas y murales; en las mismas, a veces, la historia vuelve y se levanta.
De pequeños episodios está hecha su leyenda, de cuentos que se han oído en las tardes casi noches de otoño, cuando el viento se hacía más frío.
Mi padre, de chico, pasaba las horas después de la escuela, mirando por las ventanas. Creía oír el sonido de la música de piano. Creía ver la sombra de la que todo el mundo hablaba.
Pero al final, desistió y abandonó la búsqueda del misterio.
Igual que todos emigró a las tierras del oeste.
Todavía, se acuerda de la vez que creyó ver la sombra que tanto buscó.

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