Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / La finada estaba tranquila, no podía ser de otro modo. El sufrimiento no había sido excesivo. La naturaleza o el dios de los creyentes fue muy benévolo con ella. En el tanatorio, todo seguía su curso. Las salas, en las que se velaban a los difuntos, estaban vacías y, en cambio, la cantina llena. La clientela brindaba por seguir, todavía, viva. En el salón del bar, se mezclaban personajes de diverso pelaje: familiares, estudiantes universitarios ( la universidad estaba muy cerca) que aprovechaban las horas en las que no había clases para tomarse la copa correspondiente cuyo precio era de cuatro euros, y por último, las plañideras profesionales que decían conocer al difunto y esperaban, a costa del aturdimiento de algún familiar, conseguir alguna dádiva, algún regalo que llevarse a su vacía cartera. Esta última clase de personas quizá tengan el corazón mucho más puro que el resto de los mortales. Su trabajo es vocacional, heredado de generación en generación. Sin embargo, aún no tiene la reconocida labor que se merece.
Estas plañideras ofrecen diversos servicios. Entre ellos , el más curioso es el de guía. En su cabeza, tienen un complejo mapa en el que están identificadas todas las tumbas en las que descansan todos los hombres y mujeres de la ciudad. Por eso, no es del todo excepcional que muchos, cuando llegaba el día de los Santos, recurrieran a sus servicios. La finada era amiga de una de estas mujeres. La mujer se llamaba Ágata, y la amistad con la difunta fue auténtica. Me acerqué a ella, pensando que era alguna hermana desconocida o una migrante que hizo las américas. Su llanto era muy desconsolado. Por un módico precio, me ofreció una visita a las ruinas del cementerio de San Eufrasio y a las tumbas de sus personajes más célebres. No pude declinar su oferta. Un poco antes del ocaso, estaba escribiendo esta historia al lado de la tumba del poeta Bernardo López.