Por ANTONIO DE LA TORRE OLID / En 2050 la mitad de la población será miope, según acaba de indicar la Organización Mundial de la Salud (OMS), en gran parte producido por un uso excesivo de las pantallas. En niños se echa de menos que no pasen, como hacían sus ancestros, al menos dos horas en ambientes exteriores y expuestos a la luz solar. Pero claro, si para evitarlo tenemos que racionalizar nuestro tiempo de exposición a los dispositivos digitales, hay una cierta soberbia en nosotros, que nos hace no prestar atención a determinadas señales.
Pareciera que Unamuno, cuando padeció él mismo y escribió sobre el “yoísmo”, intuyó esa obsesión que tenemos por estar conectados en unas vidas paralelas en lo virtual y por un ansia por publicar cada cosa en las redes. Como si el plato del último restaurante en el que hemos estado, estuviera menos sabroso si no nos exhibimos colgando una fotografía deglutiéndolo. Vanidad de vanidades, clamaba, recordando el pasaje bíblico. Una ceguera, cuando lo positivo de la conectividad y el compartir, se convierte en una servidumbre a la que muchos no están dispuestos a renunciar.
Menos bizarrro que Unamuno, Tom Wolfe describe facetas de nuestros días, que no son más que La hoguera de las vanidades. En el caso de su novela, describiendo las miserias del glamour neoyorkino, que igual encontraríamos en Marbella, como nos muestra la serie de moda. Otras cegueras ante la tentación de lujos peligrosos.
Como peligrosas son las infidelidades de las parejas casadas o lo tortuosa vida del protagonista de La insoportable levedad del ser, de Milán Kundera, que nos devuelve a la encrucijada entre una vida con peso o cegada, ante renuncias a las que no estamos dispuestos.
En fin, ojalá que la trama condensada en los horrores del Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, nos depararan una vuelta a la racionalidad y al triunfo del amor, encarnado en las protagonistas.
Porque ceguera es que, pese a lo que nos ha dicho el observador Copernicus, que ya está aquí lo que esperábamos para dentro de unos años, el incremento de la temperatura de la Tierra en 1,5 grados en cuarenta años, respecto a la era preindustrial, nos empeñemos en no prestarle atención al riesgo de que, superado ese límite y sostenido durante unos años, los riesgos del calentamiento global son catastróficos. Las pandemias, la crisis económica y determinadas ideologías, incitan a no dar prioridad a los Acuerdos de París de 2015, nada menos que nacidos del compromiso de 150 países, ante los riesgos climáticos irreversibles. La ceguera nos impedirá verlos, hasta que un fenómeno meteorológico extraordinario se lleve nuestra casa, nuestros cultivos o nuestra vida por delante.
Y junto a nuestra casa y junto a nosotros, ceguera es caer en el contrasentido que supone no reconocer que, para qué sirven las campañas de promoción de la Interprofesional del Aceite de Oliva, pagadas con un porcentaje de cada kilo de producción de cada olivarero, si el aumento de precios incita a desviar el consumo a otras grasas más baratas. Con lo que cuesta ganar cotas de consumidores.
Frente a la ceguera, es cierto que hay que rescatar datos positivos en materia climática, como gestos personales y colectivos, por los cuales, por ejemplo, el incremento del consumo de energías renovables y limpias frente a las fósiles, se ha incrementado en España notablemente.
Como es positivo que organizaciones de consumidores desenmascaren a plataformas que, pese a disfrutar de un IVA reducido del aceite de oliva, pese a que ha habido lluvias y buena floración y las expectativa de producción es buena, y porque antes de eso, especularon comprando aceite más barato, incluso de terceros países, sabiendo que su precio iba a subir, ahora se empeñen en no bajar los precios.
Los libros de autoayuda, la tradición cristiana en la que se debatía Unamuno o el sentido común, animan a desprenderse del ego. Del aumento de las dioptrías por la vista cansada por la edad, no nos libramos. De anticiparnos la ceguera sí podríamos.