Por Antonio de la Torre Olid /
Títulos como “The last olive”, de Escudero, Roncal y Cano; “La hija”, protagonizada por Javier Gutiérrez; “Septiembre”, dirigida por Carlos Aceituno; o “La mula”, basada en el libro de Juan Eslava Galán, son producciones que han enseñado Jaén o lugares cercanos, y han abordado temáticas y paisajes sobre ella. Son solo algunos ejemplos, pero no es fácil que formen parte de una larga lista, puesto que su realización supone un esfuerzo económico importante, que en parte cuenta con el apoyo de administraciones locales. Y conste que no se trata de impulsos esporádicos, sino que forman parte de una estrategia más de concepción de la promoción, sostenida en el tiempo, aunque como decimos, a veces resultan esfuerzos titánicos o asusten e inventan a desistir de ellos.
Y lo dicho tiene un segundo mérito, proveniente de la dificultad para colocar este tipo de producciones en canales que hagan que merezcan la pena dichos esfuerzos. La queja de una guionista que días atrás era entrevistada estriba en que, desde las grandes plataformas de series televisivas, lo que se demanda son temáticas de crímenes y sucesos o en su caso proezas deportivas. Tenemos las parrillas y los menús llenos de ellas. Y es más difícil que se valore el potencial de otras propuestas históricas, hechos y personajes que merecen la pena, porque esos guionistas se han preocupado de conocerlos, y sin embargo no se les quiere. Todo lo más y para que se entienda, que se vayan a La 2, y porque la cadena tiene una obligación de servicio público.
Así somos, porque en definitiva, esas apisonadoras que son las audiencias, no son más que el reflejo de lo que nos mueve, queremos o anhelamos. Buscamos salir del aburrimiento vía morbo o viendo en la pantalla la gesta que nosotros no alcanzamos. Orillamos en todo caso, pero dejamos para la reflexión una vez más, si es antes el huevo o la gallina, si es que realmente el ciudadano reclama esos contenidos o son los productores los que nos los ponen delante.
En una reciente sobremesa afloraron opiniones dispares sobre series de actualidad y de éxito como “El caso Asunta”. Pero merece especial detenimiento la súplica de Patricia Ramírez, la mamá del niño almeriense Gabriel Cruz, apelado cariñosamente como El pececito, que fue asesinado por la nueva pareja de su marido, Ana Julia Quezada. Esta última al parecer ha podido ser entrevistada, de manera sorpresiva, en el interior de la cárcel, sin concretarse si habría una satisfacción económica por ello, para un documental sobre esta tragedia.
La madre compareció en rueda de prensa para pedir que se paralizara la grabación y la emisión, para decir legítimamente -porque el dolor es libre- que este asunto le hace daño, que la memoria de su hijo sigue viva y que su propio dolor está vivo. No en vano es otra forma de victimización secundaria, reviviendo una muerte de hace seis años.
Asistimos en este caso a una confrontación de derechos, el de la libertad de expresión y difusión (artículo 20 de la Constitución) y el de la protección de la intimidad y la imagen (artículo 18). Y pese a la muerte del menor, la protección a la imagen se reitera en este caso doblemente, porque la misma se refuerza porque la pueden reclamar los familiares y por la protección que dimana de la legislación del menor y también por la de protección de datos.
Esta confrontación de derechos se hace aún más compleja en la medida en que la libertad de difusión y la protección de la imagen tienen la misma protección constitucional, la más reforzada, por ser derechos reconocidos en la sección segunda, del capítulo segundo, del título primero. No en vano, toda su regulación subsiguiente se produjo mediante leyes orgánicas.
Llegados a este punto, lo más penoso que le puede quedar a esta madre o a cualquier otra son dos cosas. La primera, encargar a un despacho el derecho al olvido, que en el ámbito digital viene a suponer un difícil borrado del rastro de lo que ocurrió con el pequeño.
La segunda, relativa al caso como el de una grabación, es emprender un tortuoso y caro camino judicial, con la incierta adopción de medidas cautelares inicialmente, y después, si al otro lado está una productora con músculo económico, el asunto a buen seguro sería objeto de numerosos recursos. Y así, llegar al Tribunal Constitucional (TC), que como es normal en un asunto tan conflictivo como es la protección constitucional de la libertad de expresión (en una sociedad democrática) y la de la imagen, ha contado con un buen número de sentencias relativas a ambos derechos fundamentales. Bien es cierto que en España y para el caso de las redes sociales, y a pesar de que las mismas llevan años sirviendo como vehículo de transmisión, no ha sido hasta 2020, cuando se ha producido una sentencia específica del TC sobre la protección de la imagen en redes.
Pero con carácter general y llegados a este punto, lo que ha venido haciendo en su jurisprudencia el TC, desde la primera sentencia sobre esta temática en 1981, ha sido ponderar los derechos en liza, un balanceo de derechos, en los que se tiene en cuenta si los perjudicados son personajes públicos o fueron ciudadanos anónimos hasta llegar al suceso; si son menores; si el hecho en todo caso es de relevancia, repercusión e interés social del común de los ciudadanos; si se trata de imágenes obtenidas en lugares públicas; si la información es veraz; si la difusión de un hecho relativo a un ciudadano tiene como límite el grado de perjuicio a otro; si afecta a la esencia de las libertades y el bien común, etc. Y singularmente se tiene en cuenta si ha habido una inicial autorización de difusión de imágenes, incluso lucrándose con ellas (personajes de la prensa rosa pongamos por caso, que exhiben un hecho luctuoso propio o exhiben a sus hijos), y que a posteriori reclaman protección tras una segunda reproducción.
Y en fin, vivimos en una sociedad en la que en las televisiones de sus cafeterías y salones de hogar, a media mañana y a media tarde, abundan los programas con dramatización de sucesos; en una sociedad que ante tanta noticia fake y penas de telediario,se apela a la autorregulación de los profesionales de la información mediante códigos éticos, regulación colegial u otras fórmulas, un debate que tampoco es pacífico si la injerencia es externa.
Cualquiera que leyera el título de este artículo, pudo pensar que nos adentrábamos en un cuento más liviano. El pececito ya no está, pero ante la apelación entre lágrimas de su madre, como en otros casos, más allá de esperar una sentencia judicial o una nueva regulación profesional de la información y la difusión, solo quedaría esperar un acto de voluntad de parar, por parte de quien está produciendo el contenido, para preservar, como dijo un juez americano, the right lo be let alone. En este caso, dejando en paz a la mamá del pececito.
Foto: Patricia Ramírez, la madre del «pececito», asesinado en 2018. (LaSexta)