Con cierta ironía pero también con cierta decepción escribo estas líneas en las que remedo las palabras que invocaban antes del combate en las arenas del Circo Máximo los que iban a luchar y a veces a morir, como nos recuerda Suetonio, al decir “Ave Caesar morituri te salutant” (los que van a morir te saludan) que he cambiado con cierta sorna y explícitamente el término morituri te salutant por jubilari te salutant. Esto se debe a que he comprobado que, si no te encuentras preparado, la jubilación puede convertirse en una “muerte civil” que transforma a aquellos congéneres que hasta ayer alababan tus gracias y gracejos en deudos que se acercan a reafirmar tu defunción social. No lo digo en balde, se trata de mi experiencia en el mundo académico donde personas que suponías afines a ti, a partir de ese momento te dan la espalda, aunque supongo que en todos los otros ámbitos de la vida profesional ocurrirá lo mismo, porque seres mezquinos hay en todas partes.
Sin duda la jubilación podría interpretarse, desde una perspectiva antropológica, como un “rito de paso” y como todo rito habrá que saber aprovecharlo para que el “paso” genere condición de dominio sobre las nuevas circunstancias y no desasosiego. En ella no sólo la estructura administrativa te “borra” de sus archivos sino que también, y esto es lo más lamentable, intentan hacerlo muchas de las personas que te rodean, con honorables excepciones, tanto de buenos amigos como de buenos discípulos que sin duda te apoyan y reafirman su lealtad en el ejercicio de la amistad y el compañerismo de lo cual también confirmo mi experiencia.
No obstante, hay otros que, siguiendo una tendencia de la que personalmente, debo decirlo, no era consciente pero que según parece es habitual, tratan de generar un olvido de tu existencia, una especie de “damnatio memoriae” por continuar con el símil romano. Da la sensación como si aquellos a quienes has arropado y protegido o entregado tu amistad durante los años de “vida activa”, al producirse la jubilación estuviesen esperando, consciente o inconscientemente, tu desaparición del mundo de los vivos administrativos.
Un conocido político español decía que lo malo de dejar de ser ministro no era exactamente eso, sino que lo malo era que el teléfono dejaba de sonar. Esto nos hace pensar que en una sociedad mercantilista y materialista como en la que estamos abocados sólo vales en la medida en la que les resultas rentable a tus congéneres y como se supone que la jubilación te retira de la vida activa, ya dejas de ser remunerable y por tanto rentable. Para quienes creemos que las relaciones humanas se establecen en pautas de cordialidad y fraternidad nos resulta sumamente difícil comprender esta cerrazón mental de algunos colegas que parecería que estuviesen esperando tu defunción administrativa para hacerse con el botín de tus libros, ordenadores, despacho y si pudiesen hasta con el abrigo que encuentren en tu perchero. Sin duda es lamentable y triste esta manifestación rastrera de la condición humana.
Pero lo peor para ellos no está ahí, sino que se produce en el momento en el que el “muerto civil” resucita porque le han concedido el grado de emeritus professor. En estos casos, el desconsuelo llega a grados inimaginables pues el muerto revive ante la mirada atónita de los que venían a por sus pertrechos. No obstante, no cejarán en su empeño y harán todo lo posible por limitar las excepciones de que puede gozar un emérito, indicando que ya es suficiente con el mero atributo honorífico y que ya está bien de darle más coba al muerto.
Olvidan estos insensatos que a ellos también les llegará la hora de su “muerte civil” y que tendrán que sufrir en carne propia las laceraciones verbales que impusieron en su compañero, entonces quizás comprendan la importancia del sentido fraterno de la vida. Enrocados en su propia miseria, lamiendo sus insultos, se envenenan a sí mismos ante la imposibilidad de acabar definitivamente con el compañero.
Craso error el de aquellos que vilipendian al jubilado, pues, incluso aunque no alcance el grado de emérito, es un ser humano con una experiencia rica en conocimientos que puede brindar a las nuevas generaciones. La vida es una cadena de oro en la cual vamos engarzando, como las cuentas de un collar, una generación tras otra y así logramos hacer historia. No en vano, Alfonso X el Sabio en las Partidas apuntaba que la Universidad es “ayuntamiento de maestros y discípulos”, porque justamente en esta figura está la clave del progreso y del futuro, ya que si la cadena se rompe, el presente queda desvalido.
He visto a jubilados deambular por las calles de su ciudad como menesterosos dando la sensación de que van como perdidos, supongo o quiero suponer, porque no han sabido pelear y defender el lugar que les corresponde como ancianos de prestigio. La ancianidad, cuando viene acompañada de experiencia y de voluntad por servir se convierte en sabiduría. Una sociedad que no respeta a sus mayores no merece la más mínima consideración y mucho menos una universidad que no sabe reconocer el conocimiento.
Y así estamos. Viendo con ojos azorados que lo que acabo de escribir es absolutamente cierto. En todo caso, ya lo advierto, conmigo no podrán, más si por aquellas jugadas del destino me toca caer, que será siempre en combate, confío en que este escrito sirva de revulsivo a los que vengan detrás de mí y tengan ganas de “seguir sirviendo”.
Juan Manuel de Faramiñán Gilbert
Catedrático, emeritus professor, de la Universidad de Jaén