Por RAMÓN GUIXÁ TOBAR / No he podido escribir antes. No tenía fuerzas ni ganas para hacerlo desde el fatídico veinticinco de marzo en que murió, Queco, mi perro negro, que no mascota, ¿de dónde han sacado el término mascota para designar animal tan noble, tan entrañable? El horrendo vocablo procede del francés, mascotte que indica talismán o buena suerte. La RAE, que últimamente aprueba cualquier cosa, ya da por válida la palabreja, aunque la primera definición que establece es la de persona, animal o cosa que sirve de talismán, que trae buena suerte. Un perro es algo más que eso. Algo más que una mascota gesticulante de cualquier equipo de la NBA. Mucho más que un fetiche global, que un simple amuleto que nos trae rachas de buena fortuna. Porque no es eso, es, nada más y nada menos que un animal, un animal de compañía, un compañero, un amigo, un ser vivo unido a ti por lazos indelebles. Un regalo de Dios. No necesito nuevos, memos e imprecisos galicismos para designarlo. Queco era mi querido perro negro, mi recordado y fiel animal, mi camarada inolvidable.
No podía estos días sentarme al alba frente al portátil, con el piano de Bach de fondo, dar sorbos breves al café caliente y escribir sobre mi amigo ausente. Corrían las lágrimas por las mejillas al intentarlo. Se me partía el corazón. Lo presentía a mi lado. Me dolía su marcha. Tan solo los que han tenido animales en casa pueden comprender lo que se siente en estos momentos. Dejan un vacío muy difícil de llenar.
Queco nació el mismo día que yo, un veintiocho de abril, pero del año del Señor 2010. Lo hizo en una casa de campo cercana a Los Villares, propiedad de un amigo, en la antigua carretera de Martos. Su padre era Zidane, así lo había bautizado Alfonso, su dueño, madridista acérrimo, casi más que Bernabéu, y, además, andero de Nuestra Señora de las Angustias, la rosa afligida del Miércoles Santo. Zidane, el padre de Queco, era un perro fuerte, introvertido, noble, poco amigo de los extraños, aunque conmigo instintivamente hacía buenas migas como destacaba su dueño. Un día no volvió de una de sus frecuentes correrías nocturnas. Su madre era una perrita negra también de un cortijo de la vecindad, alegre, cariñosa, juguetona, con una forma muy peculiar, delicada y elegante de correr, como si lo hiciera de perfil.
Había muerto nuestro imponente bobtail, Lupo, con quince años, y mi mujer decidió sustituir el hueco por otro perro, aunque ya había dos más en casa. Un día de finales de mayo, aparecieron las dos con Queco, en brazos de mi hija. Una bolita, negra y suave que olía a capullo de rosa y suspiraba como un cachorrito indefenso, algo asustado. En los primeros días de su estancia en su nuevo hogar, cuando oía un cohete o cualquier estampido imprevisto, volaba al interior de la casa a la velocidad de la luz buscando seguridad y protección. Lo sacaba al amanecer, bajo la rutilante y cómplice caricia del lucero del alba, para acostumbrarlo a hacer sus necesidades en el olivar cercano, con el premio de una porción de salchicha al cumplir su obligación mingitoria o agropecuaria. Al tomarlo en brazos, hozaba en mi mejilla, gemía y suspiraba de satisfacción cuando acurrucaba su cabeza en mi pecho. Olía como un bebé. Pero bien pronto jugaba alocadamente con Pizco, un perro más pequeño que él, al que acechaba en los múltiples recodos del jardín para salir ambos ladrando con furia a la velocidad de la luz saltando cuantos obstáculos encontraban a su paso. La escena era contemplada por Jara, nuestra noble e imponente perra pastor alemán de diez años, con cierta distancia, quizá por la edad o por su carácter más sosegado pues ya estaba de vuelta de muchas cosas.
Queco era negro, con el pelo de la cabeza y orejas algo rizado. Pupilas de azabache sobre iris de miel. Su cara tenía algo de un torito de la dehesa. Sus dientes salidos le daban una expresión desvalida. Su cuerpo alargado, aunque robusto, y las patas cortas, le hacían tener una figura especial. Cuando lo pelábamos en verano, cambiaba de aspecto; era entonces un levantador de pesas perruno; parecía otro. Queco era él, no era un perro que llamara la atención por su físico, sin embargo, destacaba por su bondad y nobleza, por su expresivo silencio, por su fidelidad absoluta, por su amor sin condiciones, por su carácter tranquilo y apacible, por su sosegada presencia. Algo asustadizo, como su padre, con los extraños, pero muy cariñoso y afectivo con los miembros de la familia, y más allegados. Era sobre todo un animal noble y bueno, que jamás planteó problema de ningún tipo. Y de una fidelidad absoluta y contumaz. No podía expresarla con palabras —gracias a Dios los perros no hablan, la palabra es un medio de expresión muy torpe, muy pobre, muy falso, está bien para la política, para los vende humo y los cicateros convencionalismos cotidianos, pero no desde luego para el mundo de la verdad, la trascendencia, el amor y los afectos…—, pero te lo decía de manera terminante con esa mirada singular y sostenida que me traspasaba el alma.
Han sido catorce inolvidables años compartidos. Ciento setenta y tres lunas llenas han saltado las peñas dolomíticas de Las Cimbras en el supremo misterio de la noche, en su compañía. Han muerto en el camino nuestros otros perros: Jara, a la que recogí con mis alumnos, recién nacida, de un contenedor de basura cercano al Instituto donde yo trabajaba, donde algún despreciable individuo —o individua, ¿quién sabe? — había dejado morir de inanición a la camada. Dana, una estilizada podenca rescatada por mi hija Isabel, hambrienta y aturdida, de las calles de Granada, donde estaba cobardemente abandonada, y Pizco, el pequeño cascarrabias, un Yorkshire nervioso, pero de bondad más que probada, al que también adoptamos muy joven pues buscaba comida a la puerta de la casería de Alfonso donde nació su futuro amigo peludo. El año pasado quedó él solo. Cada muerte de sus compañeros la sobrellevó en paz y silencio, pero yo sé que la sentía en el alma. Los perros no lo pueden expresar con sentimientos humanos, pero se dan cuenta de todo, y más que nosotros. Tienen una intuición especial, de la que carecemos los humanos, inmersos de ordinario en nuestra “razonable” y mezquina prepotencia, en nuestra anestesia cotidiana ajena por completo al mundo de las intuiciones, las sincronías, la comunicación que todo ser vivo mantiene con los demás vivientes y el resto del universo, pero que nosotros hace tiempo perdimos para centrarnos en la evolución de la Bolsa, los pagos a Negreira, o las encuestas electorales.
Por otra parte, sabemos que los animales tienen alma, cosa que se les negó durante siglos. Están recorridos por un soplo y aliento divino, como expresó con belleza simpar Juan Pablo II, el recordado papa santo, quien afirmó que: todos los animales son fruto de la acción creadora del Espíritu Santo y merecen respeto y están tan cerca de Dios como lo están los humanos.
Y hasta el grandioso poeta Pablo Neruda, que no era en absoluto creyente, escribió en cierta ocasión en su bellísimo poema: “Un perro ha muerto”: yo soy un materialista que no cree en el celeste cielo prometido para ningún humano , pero para todo perro creo en el cielo, sí, creo en un cielo donde yo no entraré, pero él me espera ondulando su cola de abanico para que yo al llegar tenga amistades…
Queco había envejecido a su catorce años, aunque yo no quería admitirlo. Oía bastante poco, prácticamente nada, se movía mucho menos lo que achacábamos a una artrosis incipiente. No controlaba la orina y había que ponerle pañales como a un bebé por las noches, pues dormía siempre en casa, no en el jardín. El año pasado le detectaron una subida leve de creatinina en sangre a la que no dimos más importancia. Pero la insuficiencia renal en perros es muy traicionera, y en los últimos meses se había desencadenado con silenciosa virulencia. El perro había perdido mucho peso, y casi se negaba a moverse largo tiempo cuando era un andarín consumado. Pero seguíamos achacándolo a los síntomas inapelables de la vejez, porque comía con regularidad y no mostraba señales de dolor alguno. Cuando lo llevamos al veterinario, porque se había negado a comer dos días, la creatinina marcaba valores astronómicos. Quedó ingresado en la clínica con un fuerte tratamiento al que no reaccionó en las siguientes cuarenta y ocho horas, sino que su estado se hizo casi agónico en poco tiempo. Cuando falleció, el Lunes Santo, estaban con él mi mujer y mi hija. Yo estaba en Sevilla y la noticia fue para mí un mazazo, una pesada losa que me dejó helado, conmovido, aniquilado. Es como si se hubiera derrumbado de improviso todo un mundo de experiencias y recuerdos, de afectos profundos, de relación inolvidable. Era como si con él se hubiera ido una parte importante de mí mismo. Fueron días durísimos. Me parecía verlo, oírlo, sentirlo en cualquier rincón de la casa. Cuando debajo de los cojines de un sofá aparecían unos mechones de su pelo negro, no podía reprimir las lágrimas y un agudo dolor me recorría los adentros. Hasta creía advertir el sonido de sus pezuñas, cuando bajaba la escaleras hasta el salón de abajo para recordarme que era la hora de nuestro paseo nocturno. Mi hija, al verme así, me regaló un revelador libro de Laura Vidal: “Cuando ya no estás”, en el que, con sencillez, sinceridad, sensibilidad desbordante y limpia belleza la autora ofrece las claves precisas para sobrellevar la muerte de tan fieles compañeros. Me ha ayudado bastante, aunque parezca una tontería, porque está mal visto desde luego en nuestros tiempos mostrar dolor por un perro fallecido, parece un pecado social. Pero no debemos olvidar que es un ser vivo, tan vivo como nosotros. Un ser que posee un alma inmortal. Y, además, alguien que te muestra un amor sin condiciones cosa que jamás haría otro ser humano, porque el amor humano, hasta el más puro, siempre exige algo a cambio, por pequeño que sea. El de un perro, jamás. Hagas lo que hagas, te querrá tan solo por ser quien eres, bueno o malvado, sin chantajes ni condiciones, sin contratos de estabilidad, sin devoluciones afectivas. Y lo hará de forma constante, entregada, fiel, íntegra, eterna. Te dirá que te quiere cada día con su presencia, con esa clara mirada que nace del corazón, y que a veces no sabemos comprender, porque el ser humano pocas veces mira así, siempre busca alguna compensación en tal gesto. Y te lo repetirá sin cansarse, con sus lametones agradecidos, con su existencia inconmovible, tan difícil de reemplazar cuando ya no está. Sin lugar a duda un perro puede ser mejor que muchas personas. Eso, con tres cuartos de siglo ya a cuestas, lo tengo muy claro y diáfano.
Todavía, mes y medio después de su muerte, siento un duelo difícil de remontar. Ahora afloran los recuerdos de él y de todos los perros que han compartido su vida con nosotros en los últimos treinta años. Cierro los ojos y veo a Queco, a mi lado, con su lengua kilométrica proyectada por todos los caminos del monte, remontando la dura pendiente hacia las Cuevas del Contadero por distintas veredas y sendas olivareras cada día. Lo veo correr desbocado por los llanos de vistas prodigiosas en las alturas de las Cimbras entre las calizas y dolomías cársticas, oliendo cualquier rastro y esperándome que remontara la última peña. Puedo sentirlo junto a mí, camino de la depuradora, en nuestros paseos de las seis de la mañana, totalmente de noche. Yo me dejaba guiar por su instinto y me conducía sin problemas en la oscuridad, a la tenue luz de los campos de estrellas, que alumbran lo suficiente, como comprobará cualquiera que se haya atrevido a caminar a esa hora, indecisa y callada, que precede al alba. Lo imagino en el recuerdo tirar con fuerza de la correa por el camino de Los Cañones, o remontar las floridas veredas primaverales, triscando alegre por las plazoletas de los olivares entre amapolas, jaguarzos, conejitos, ancusas, campanillas, juncias, fedias, romero… para ganar las alturas del Canjorro, hasta la Casería de Pedro el Cruel, ya en el camino de Pedro Codes, siguiendo múltiples pistas su olfato prodigioso. O ascender por uno de los múltiples caminos olivareros trazados en la falda sur del gigante Jabalcuz y así ganar altura y contemplar asombrados —yo boquiabierto, él jadeante con su rosada lengua desplomada fuera de la boca—, con la vista al sur, las azuladas y soberbias crestas de la Pandera, y, a nuestros pies, el feraz valle del río Eliche, excavado sobre las margas cretáceas, y los imponentes cortados verticales que estrechan el cauce del río y lo guían entre pozas y chilancos de aguas heladas hasta el Puente de la Sierra. Eran caminatas diarias, mañana y tarde, a su lado que ya nunca podré olvidar.
Y recuerdo mis innumerables horas de estudio, escritura o lectura en el jardín con él recostado a mis pies como una alfombra de negro carbón, figura solo descompuesta para levantarse de improviso y ladrar con fuerza ante un aroma externo que le advertía de una presencia desconocida o indeseada. O la alegría inexpresable que sentía cuando volvíamos de la playa después de largas temporadas, o de algún viaje y retorcía su cuerpo de alegría, como una sierpe, al vernos de nuevo a su lado, porque los perros según está demostrado, y aunque no tienen nuestro mismo sentido del paso del tiempo, parece ser que saben apreciar y evaluar las largas ausencias de sus amigos humanos, aunque él jamás quedaba solo en su territorio.
Ya no te podré olvidar jamás, Queco, mi perro negro, parte importante de mis años de jubilado, ángel animal de mi guarda, fiel y eterno compañero, guía espiritual enviado por Dios, que tanto me has enseñado sobre muchas cosas, por ejemplo, a valorar el presente, para gozar intensamente de los pequeños detalles esos que siempre nos pasan desapercibidos en nuestra vorágine vital, cuando son los más importantes, los más reveladores, los más decisivos de la existencia. Las cosas no suceden al azar. Tú no llegaste por casualidad. Existe una misteriosa ligazón entre todos los sucesos de nuestra vida. Tú apareciste para hacerme aprender cosas. Estoy seguro. Para enseñarme fidelidad, serenidad, silencio, amor sin condiciones, presencia continua que no agobia, sentido profundo de cada instante de la existencia, calma profunda, cariño y afecto a raudales. Y eso lo guardaré siempre como un preciado regalo vital. Tu vida, no ha sido inútil, te lo aseguro.
Dice una leyenda conmovedora, basada en un poema: El puente del Arco Iris, compuesto, en 1959 cuando tenía 19 años por la artista escocesa Edna Clyne-Rekhy que estaba destrozada por la muerte de Major, su querido perro labrador retriever, que los perros al morir deben cruzar un puente sobre el arco iris para acceder a un territorio idílico, soleado y apacible, donde retozan juntos en libertad esperando a sus dueños, a los que tampoco pueden olvidar. Curiosamente, cuando mayor era mi duelo, en una de mis caminatas diarias con mi mujer, de pronto, sin que se dieran las condiciones meteorológicas necesarias, y cuando más doliente estaba mi ánimo, apareció un rotundo arco iris, sobre el Cerro del Viento. Supe que era una señal, de que estabas allí, esperando mi llegada con tu negro pelaje convertido en vidriera celeste multicolor. Hay experiencias cercanas a la muerte en que muchos de los que han pasado por ella relatan que, al otro lado, aparecen familiares fallecidos, pero también los animales que tuvo y amó la persona que está sufriendo tal experiencia.
Estoy convencido de que volveré a verte. Estoy seguro. Un perro tiene alma, y el alma es indestructible, vuela más allá del Tiempo, pervive por toda la eternidad. Tendremos un reencuentro gozoso en otra dimensión saltando las barreras que ahora nos separan. Me recibirás moviendo alegremente tu cola y diciéndome con la mirada las cosas que me expresabas cuando estabas a mi lado y que ahora valoro en tu ausencia. Y junto a ti estarán Lupo, Jara, Dana, Pizco, tus compañeros peludos de estos últimos años. E incluso aquellos perros rústicos, ascéticos, duros como una roca, leales, de mis recordados quince veranos de infancia y juventud cerca de Jabalcuz, en la Casería de Piedra. No los he olvidado, ¿cómo podría hacerlo?: Tarzán, el imponente y blanco mastín, fiero defensor de su terruño, que me dejaba entrar a su caseta y abrazarlo tiernamente. Bocanegra, la perra de múltiples e indefinidas razas que me seguía fielmente en mis correrías cotidianas por olivar, lindes, monte bajo y roquedales cercanos. Choli la negra e inteligente perrita de Manuel, el casero, portentosa seguidora de pistas de conejos, que era capaz de llorar lastimeramente si veía a su dueño ponerse el sombrero de paja para irse a Jaén a lomos de la mula, o en el coche de san Fernando, por el Camino Viejo, para hacer alguna compra. O Toni, el astuto rufián que tenía algo de zorro, en físico y carácter, y accedía a la cocina del cortijo para llevarse siempre alguna vianda, o cuando íbamos a Jabalcuz a hacer la compra en la abacería de María y Manolo, salir de la misma a todo gas con una barra de pan u otra suculenta pertenencia comestible entre las fauces. Están presentes en mi memoria, como si no hubiera pasado el tiempo. Y todos estarán allí para recibirme, estoy convencido de ello, porque esta vida tan solo es un paso previo, doloroso muchas veces, enriquecedor tantas otras, pero siempre de continuo aprendizaje, hacia un destino eterno que tenemos asignado desde nuestra creación, y aún más desde la muerte redentora de Cristo que nos confirió una vida eterna vencedora de la muerte.
Tenía que escribir esto, mi querido Queco, mi cómplice y fiel amigo, para sacar tanta tristeza de las entrañas. Pero te aseguro, que me ha consolado hacerlo. Y me ha reafirmado en mi cariño inviolable a tu recuerdo y al tiempo que pasaste con nosotros, que fue un verdadero regalo en todos los sentidos. ¡Dios te bendiga Queco, mi perro negro! Termino diciendo con Neruda:
No, mi perro me miraba dándome la atención necesaria
la atención necesaria
para hacer comprender a un vanidoso
que siendo perro él,
con esos ojos, más puros que los míos,
perdía el tiempo, pero me miraba
con la mirada que me reservó
toda su dulce, su peluda vida,
su silenciosa vida,
cerca de mí, sin molestarme nunca,
y sin pedirme nada.
Nunca pediste nada, pero, a cambio, lo diste todo con tu ojos, desde luego mucho más puros que los míos, con tu presencia, agradecida e inmutable, con tu fidelidad impasible, simplemente con ser lo que tú eras. Gracias por todo. Espérame en el puente del Arco Iris, con todos los demás. Solo es cuestión de tiempo. De ese tiempo que no existe ya para ti, pero que a mí se me hará muy largo antes de volver a verte.
Ramón Guixá Tobar.
Foto: Queco, mi perro negro.