Por ANTONIO DE LA TORRE OLID
Cualquier día van a acabar a guantazos los inquilinos del Congreso de los Diputados. El deseo es que no fuera así. Y no es aviesa intención para preocupar al lector. Ni es para dar ideas o incitar, sino todo lo contrario. La convicción es que ocurrirá tarde o temprano. Ya hemos tenido un par de conatos en el Parlamento madrileño y alguna que otra tangana en la constitución de algún ayuntamiento o en mociones de censura.
Hemos visto escraches ante domicilios, rodear el Congreso, intentar asaltar un parlamento autonómico, la sede de un partido político o insultar sin ambages ni pudor alguno en redes sociales
-bien entre los mismos políticos o por parte de palmeros y detractores-. Hasta el punto de que el ejercicio de la política se ha acabado convirtiendo en una profesión de riesgo, como la de árbitro de fútbol o bombero, con la diferencia de que en la de bombero es inevitable que lo sea. Pero en el caso de la política, esas mismas señorías y algunos ciudadanos echados al monte y a la hipérbole, ya podrían contribuir a que fuese evitable. Y en el caso de los árbitros de fútbol, evitarlo también está en manos incluso de padres asilvestrados que cada domingo acompañan a sus niños al campo y expanden sus instintos reprimidos como si no hubiera un mañana. Son distintos espejos de una sociedad necesitada de flow y de pararse a pensar en sus derroteros.
Qué lejos queda aquel episodio ocurrido en el Parlamento andaluz, en el que un ataque de risa no permitía continuar debatiendo un asunto entre diputados de distintos partidos, hasta que el presidente, sin apenas aliento, tuvo que interrumpir la sesión. Y no se reían de nadie, era guasa. Siempre creímos que peleas a puñetazos en parlamentos como en el de Taiwan, eran exhibidos en programas de humor, porque en nuestro foro interno pensábamos que eso no ocurría aquí.
Ocurrirá en España, y entonces por cierto, en más de un medio de comunicación que también contribuye como comparsa a la actual escalada de violencia verbal y escrita, esa clá se dará golpes de pecho diciendo que esto se venía venir, sin reconocer por supuesto su complicidad y contribución a esta ceremonia.
Como decimos, aquella violencia física de Taiwan, aún violencia verbal en España, la misma que nos resultaba curiosa al ver esas imágenes, porque el morbo humano es así, ha hecho que a través de este último, que conocen bien los mismos políticos y argumentistas que saben cómo funciona el asunto, y saben cómo captar la atención en los quince segundos del corte televisivo, pues han normalizado este histriónico intercambio infinito.
El noble, sí, ejercicio de la política, se ha convertido en esto. Los roles se han invertido, y el papel ejemplarizante del político, ahora se torna en una exigencia del ciudadano, que en otros casos ni lo demanda, sencillamente desconecta. Porque en las sesiones de control al Gobierno o los debates de proposiciones o normas, no hay manera de escuchar detenidamente el desarrollo de una iniciativa que puede ser de interés social, y se han convertido en una sucesión de slogans, de nuevo con grandes palabras en el fondo huecas y que pierden el sentido de tanto ser manoseadas (atentado a la democracia, libertad, infamia, usted más, además de haber empacho del tema amnistía, bien para su defensa o para atacarla). Qué dirían Luis Carandel o Pepe Oneto si levantaran la cabeza. Ellos alababan incluso la fina ironía en la dialéctica, pero esto es insulto al peso.
Y por supuesto de servidor o servicio público, de hablar de cosas que interesan al ciudadano (la vivienda, la inflación, la sequía…), ni hablamos. Tan es así, que hemos asistido a votaciones en contra por parte por ejemplo de una fuerza progresista, de una iniciativa de otra fuerza progresista, de interés en este caso para la clase trabajadora, que se rechaza sencillamente por cuitas internas. Eso o palabras mayores, como conocer que se utilizó el aparato del Estado para investigar a los propios compañeros de partido o para un montaje. Al igual que se ha normalizado y hemos asumido el uso sin rubor y sin que nos choque de la expresión “el ala progresista” o “el ala conservadora” de la Judicatura, una vez que se ha desnaturalizado la separación de poderes. O que se diga que se han renovado a los letrados de una de las cámaras para propiciar informes en uno u otro sentido, de nuevo poniendo en entredicho su imparcialidad.
Esta realidad en presencia no ha hecho sino acentuar una forma de estar en la sociedad, más individualizada, más polarizada, más fake o mentirosa sin es en pro de mis fines. Pero como en tanto en Sociología, no es algo nuevo. A escala internacional, está más que diagnosticado por qué hay capas sociales modestas o territorios que votan a Trump, a Bolsonaro, a Víctor Orban, que en el Alentejo han votado a Chega y ya veremos qué ocurrirá en junio en las elecciones europeas, habida cuenta de los derroteros que a escala nacional se han visto en los últimos comicios en los distintos países.
Años atrás, no decimos que sea todo su germen o el conjunto de su explicación, pero un buen puñado de arena aportó la descripción que se ha recuperado, con motivo del XX aniversario de los atentados del 11-M, en lo que fue la narrativa y la operativa del Gobierno para su atribución al terrorismo etarra ante la inminencia de las elecciones (léase por ejemplo “La llamada” de Jesús Cebeiro, que en 2004 era director de El País cuando recibió la de Aznar).
Y antes aún, se revela al fin una tradición de la utilización del miedo para ser infundido a la sociedad, que hiciera a sus ciudadanos plegarse a una antorcha aparentemente salvadora. Desde tiempos de Milton Friedman y desde la Escuela de Chicago, se difundió la que luego se dio en llamar “La doctrina del Shock”, consistente en propagar el advenimiento de eventuales desastres, que tendrían como salvadores a gobernantes que propiciarían un capitalismo a la postre desregulador, privatizador, favorecedor de grupos de poder, que aumenta las desigualdades… Lo cual se inoculó en Chile (Pinochet), en Argentina (Videla), en Reino Unido (Thatcher) o en Estados Unidos (desde Nixon a Reagan).
Habría pues que procurar aquello de no caer en la misma piedra. El caso es que a día de hoy por contra, encontramos una sociedad en la que en lo personal, los jóvenes ya no empiezan siendo soñadores comunistas y de mayores se hacen conservadores. Al contrario, las encuestas revelan un porcentaje cada vez mayor de chicos que mezclan mayor rigidez moral, perfil más conservador que muchos adultos, pero a la vez son más machistas o son capaces, sólo casos puntuales claro, de apalear en el metro o en un parque a un defensor de la LGTBI. Y ello además, con una cierta creencia de impunidad, amparados en el caso de los más jóvenes en que sus padres siempre están ahí para sacarlos de un apuro.
Al igual que ahora que se acerca la Semana Santa, habría que pedir a ese sector de la ciudadanía que se declara creyentes, que deje de sorprender precisamente por no practicar la tolerancia, la aceptación y la actitud de escucha al que opina de manera distinta propia del cristianismo. Sorprende más aún los sibilinos rezos de algunos curas toledanos, que en un fanático programa de radio, dicen elevar sus plegarias ¡por la pronta llegada a los cielos del Papa Francisco!. Son pues distintos síntomas.
Por otro lado, al votante de la izquierda en general le disgusta el discurso de la descalificación. No obstante, al igual que, ahora que también coincide el aniversario del Gobierno de Zapatero, del que se reconocen importante logros sociales, pero que a la vez era débil a la hora de comunicarlos; a día de hoy, a ese esfuerzo por intentar colocar en la agenda pública las medidas que se intentan sacar adelante, parece que se ha llegado a la conclusión de que no se puede estar exclusivamente a la espera del chaparrón y haciendo caso omiso al insulto o la media verdad sin rebatirlo u objetivarlo.
España ha tenido momentos en su historia de enrarecimiento de la vida política, que incluso fueron antesala de alguna asonada golpista. No diremos que estemos en ese escenario, a pesar del pesimismo que nace de la observación. Pero la democracia y la convivencia ciudadana hay que cuidarla, y eso es una tarea de todos, pero es en especial responsabilidad de los dirigentes políticos.