Por RAMÓN GUIXÁ TOBAR / Mi primigenio amor por Bach se remonta a las plácidas noches del estío de finales de los cincuenta, cuando un primo mío, médico joven entonces e inquieto melómano, tras la cena familiar en la lonja de los bancos de azulejos de colores de la Casería de Piedra me arrastraba, ya en pijama ambos —llevo más de cuarenta años sin usarlo; los del ”ajuar” se convirtieron hace siglos en retales de trapos para limpiar el polvo—, hasta el porche este de la Casería de Piedra, de cara a las Peñas de Castro por donde remontaba pudoroso entre calizas, en serena y solemne majestad, el helado diamante de la luna llena, liaba con parsimonia un caldo de gallina, lo encendía con deleite, conectaba su flamante tocadiscos de pilas, se atusaba el bigote y me decía con voz susurrante y tono de profesor de filosofía presocrática: Ramoncito, ¡ahora verás qué maravilla de música…! Entonces, en el seno de una paz sobrenatural, balanceándonos levemente en las mecedoras de rejilla —la mía hecha a medida podíamos oír la elección musical que tenía en la cabeza, y se repetía cada noche: Beethoven, y la sutil terneza de su sinfonía Pastoral, la vibrante Heroica, o el último tiempo de la Novena. Seguía con Mario Lanza, el barítono estadounidense de origen italiano, cantando Mattinatta, la canción que Leoncavallo dedicó al genial tenor Enrico Caruso, y Granada, en cuya interpretación mi primo daba caladas más intensas a su cigarro, lo que indicaba claramente su emoción. Y, por fin, los compases mistéricos, indescifrables, abisales, de Bach en el clave de la polaca Wanda Landowska que interpretaba unos preludios y fugas del Clave Bien Temperado, haciendo que la incipiente madrugada cobrara de pronto una nueva luz y brotara impetuoso un hondo e inescrutable misterio en mis abiertos sentidos infantiles.
Se columpiaban ingrávidos los botijos colgados de sus ganchos con la brisa nocturna, nos acariciaba la frente un leve frescor con aroma a tomillo, salvia y mejorana, dormían a nuestros pies los perros ajenos a la partitura humana, el ingente coro de grillos entonaba sin descanso su metálico gregoriano, una serenidad intangible nos envolvía, y yo no podía comprender del todo tales compases, aunque una voz dentro de mí ya me decía que Bach sería mi acompañante principal en mi periplo vital.
Todo nace en esos años receptivos. Lo que uno descubre y ama con pocos años se queda en el corazón para siempre. Jamás se borra de ahí. Es la base del resto de la vida. Podremos evolucionar en diversos aspectos, pero siempre serán variaciones sobre aquella prístina melodía de la infancia que, junto a la cadena de nucleótidos de nuestro ADN, y la voluntad divina, conformarán para siempre, aún sin darnos cuenta, nuestra futura cosmovisión vital.
En mi pubertad de sueños, espinillas, baloncesto, hormonas volanderas, y amoríos con una rubia de pelo trigueño y carácter decidido, descubrí aún más a Bach en los microsurcos adquiridos en Guillermo Jiménez, de la Carrera, o en Taisa, de Roldán y Marín, y mi pasión por su música se hizo contumaz e impenitente. La alternaba con mis adorados Beatles, Beethoven, Mozart y Tchaikovsky, en aquellos años juveniles. Después llegarían Brahms, Schubert, Chopin, Debussy, Chopin, Bruckner…, pero jamás podrían desplazarlo de ese elevado pedestal en que le había colocado hace años. Pienso como el gran violoncelista parisino Paul Tortelier cuando decía: A pesar de todo mi amor para muchos otros —y Beethoven y Mozart no lo son menos—, puedo solamente estar de acuerdo con Casals: Bach los domina a todos.
En nuestras impenitentes excursiones, Bach siempre viajaba con nosotros en la atestada mochila. En las acampadas del Rumblar, la cima de Jabalcuz, los Llanos de la Nava, la explanada del Castillo de Otíñar, o Puerto Viejo —al pie de La Pandera, junto a la ermita de san Juan—, tras una marcha agotadora, el montaje de la tienda con suelo y doble techo y una opípara cena a base de un sustancioso bocadillo de tortilla de patatas con pimientos mejorado con unas lonchas finas de tocino de veta, llegaba la hora anhelada. Sentados en corro, se encendía un ducados con mechero de yesca —se habían puesto de moda en nuestra juventud y era muy útil en días de marcha y acampada—. Era entonces el momento de oír con amplitud a los Beatles, amor común del cónclave excursionista. Pero tras una hora de rock y baladas románticas del mejor grupo que ha existido en la historia, llegaba el turno de Bach en el artilugio de pilas, para relajarse ante un concierto de Brandemburgo, esa maravilla vibrante del Magnificat en la versión de Karl Richter, la prodigiosa Cantata 21, la deliciosa y conmovedora Fuga para órgano en sol menor BWV 578, o unas inconmensurables Partitas para piano en la versión heterodoxa y sorprendente de Glenn Gould —todavía no se habían publicado las más serenas interpretaciones de András Schiff—. En tal exaltado momento aparecía Dick el segoviano, catado a pequeños sorbos en vasos de plástico, cuando no a morro comunitario, y compartido con parsimonia entre el corro de asistentes cuyos componentes a la vista sobrecogedora de los arriates celestes sembrados de trémulas estrellas, quedaban absortos en los compases del genio de Eisenach, sin lugar a duda para mí, una música escrita por una mano guiada por Dios para hacer pensar al hombre y dotarlo de esa mirada profunda hacia las cosas que tanto enseña y más aún en medio de una sociedad banal como la que nos rodea. Porque no hay una sola nota de las partituras de Bach, incluso las más festivas o ligeras, que no posean una hondura inabarcable.
En mi época de estudiante en Granada, compartíamos muchas noches, en aquel pupilaje añorado de Doctor Olóriz, la alucinante música de Led Zeppelin —su Whole Lotta Love, de sonido diabólico, ritmo alucinante y letra mucho más que osada, producía una excitación intensa en tal ahumado aulario nocturno de ojos brillantes— que apasionaba a Pepe Duro, Paco Caro, o Diego Pallarés…, mucho menos a mí, y hacía protestar a los vecinos con sonoras estampidas en el tabique, con la de los Beatles que compartíamos todos. Pero siempre había un momento en que yo situaba en el tocadiscos un pasaje de Bach que hacía que casi todos prestaran cierta atención hasta el punto de que se hizo imprescindible el oírlo antes de la dispersión al alba de aquellas reuniones estudiantiles.
En Semana Santa, adquirí la costumbre, estando de vacaciones en Jaén, de subir algún año con buenos amigos hasta la cruz del castillo jaenero tras presenciar el paso de la cofradía de los civiles, a la que habíamos visto “encerrarse” en la puerta de la taberna Padilla. Y allí bajo la grandiosa luna llena de Nisán conectar nuestro traqueteado artefacto sonoro, con sincopado rumor de frito, para oír completa la Pasión según san Mateo en la versión inolvidable de Karl Richter, la Orquesta Bach de Múnich y el coro Bach de Múnich. Prácticamente su soberbio coro final coincidía con la salida del Abuelo desde la catedral, que podíamos contemplar desde la altura y hasta oír con nitidez los compases de la marcha de Cebrián y el clamor de la multitud. Era entonces hora adecuada para recoger los bártulos, bajar a Jaén e incorporarse a la madrugada urbana para descubrir a Jesús de los Descalzos doblando la calle Ancha, en esa hora de un alba indecisa de furtivos claveles que amanecían en su pelo, y seguirlo a duras penas entre el gentío hasta más allá de la plaza de san Ildefonso, para llegar cansado a casa, esperar su paso bajo la terraza e ir a la cama y allí digerir con calma un sueño inolvidable de emociones compartidas.
Todo ocurre en Bach, decía Anton Webern, el dodecafónico compositor austríaco. Y Claude Debussy pensaba que Bach era el amado Dios de la música, a quien todos los compositores deberían elevar una oración antes de ponerse a trabajar. Para Emil Cioran el escéptico filósofo y escritor rumano: Si existe un absoluto ese es Bach.
Nunca se ha extinguido la llama de mi amor por este genio incomparable. La edad ha avivado ese incendio aún más. No existe cuerpo de bomberos que pudiera extinguirlo. Ha sido mi compañero constante de aventura vital. Siempre lo he tenido en la memoria y en el alma. Ahora lo llevo dentro. Forma parte de mí. Su música zarandea mi espíritu, me altera, me sacude el alma, y al mismo tiempo me dota de una inquietante impasibilidad. Es luz sustancial. Revelación continua. Punto de referencia. Me acompaña en los días de gozo vital, cuando oigo el coro inicial de cualquiera de sus portentosas cantatas gloriosas. Lo hace asimismo en periodos de reflexión íntima, al compás de la misteriosa ecuación matemática de grado superior que es su Arte de la Fuga, sus desgarradoras suites para cello, o de cualquiera de los preludios y fugas de su incomparable Clave Bien Temperado, esa partitura inmortal que uno de mis hijos, quinceañero entonces, calificó en un viaje familiar a la Sierra de Segura, como: música ingeniosa y original que llega muy dentro. Conozco casi todas las interpretaciones de esta obra grandiosa y me quedo con las de Rosalyn Tureck al clave, y las de sir András Schiff y Sviatoslav Richter al piano, sin desdeñar la de Glenn Gould que era un genio muy peculiar, heterodoxo y sorprendente. No hay día que no me acompañen estos preludios y fugas que él concibió, sobre todo los veinticuatro del Libro I, como ejercicios de teclado para sus hijos y alumnos, cuando encierran inabarcables universos de melodía, armonía y contrapunto, verdaderas muestras de densidad sonora; para mí uno de los mayores tesoros de variada y profunda expresión musical que hayan podido plasmarse sobre papel pautado.
Es mi musa ahora mismo, cuando escribo este artículo delante de un café cortado al compás de la maravilla de su Sonata para viola da gamba y piano en sol menor. Después seguirá la Suite para flauta sola en La menor, que me estremece profundamente. Me acompaña fielmente tras el Miércoles de Ceniza, cuando su Pasión según san Mateo, o la de san Juan es música de cabecera a la hora de redactar mis escritos cofrades o simplemente al cerrar los ojos y poder, a sus compases, viajar en el tiempo y estar presente en aquel Calvario de tinieblas en un momento trascendental para la humanidad. Me alienta en tiempo de Adviento, cuando las seis cantatas navideñas que forman su portentoso Oratorio de Navidad son fuente de alegría y esperanza para aguardar con impaciencia el hecho prodigioso de que Dios naciera con carne humana en un portal de gloria, porque no había sitio en la posada, y este universo que a veces parece estéril y difícil de comprender recobrara todo su sentido. Me rompe el alma cuando con su sublime Misa en Si menor, me haga añorar ese culto insondable en torno al recuerdo del sacrificio del Calvario que tanto se ha desacralizado en los últimos tiempos, pues siento verdadero horror al recordar la vulgaridad de la música que se interpreta en las iglesias actuales en torno a un Misterio inefable como es la rememoración incruenta y sacramental del sacrificio de la Cruz.
Y en la entrañable y penitencial Cuaresma siempre está presente el Kantor de Leipzig. No podría imaginar, escribir, pensar, rezar, soñar, vivir este tiempo litúrgico fuerte sin su presencia cotidiana. Nulla dies sine Bach, reza el perfil de wasap de un querido y admirado sacerdote, impenitente seguidor del genio de Turingia. Eso me pasa a mí. Necesito estos días la deliciosa voz de la contralto Julia Hamari cantando el aria Erbarme dich, mein Gott, de la Pasión de san Mateo, o la espeluznante aria Können Tränen meiner Wangen en idéntica voz femenina, cuando la letra reza: “si nada pueden mis lágrimas tomad entonces mi corazón…”, o esas pequeñas maravillas de Misas Breves que encierran tantas y tantas bellezas. O la dulcísima melancolía funeral de la cantata 106, o el solemne coro de la cantata 61, o el de la cantata 12 que habla de llanto, lamento, afán, temor…, la ternura intemporal, inexpresable que encierra la chacona de la Partita para violín solo número 2, la sinfonía que abre la cantata 42…, y tantos y tantos pasajes geniales que me hacen vivir siempre más intensamente y dar gracias a Dios por habernos hecho el regalo de este hombre inspirado para hacernos más profunda la existencia.
Decía uno de mis tantos amigos que han compartido mi amor por Bach que su música parece haber sido escrita para un tiempo futuro cuando el ser humano haya podido lograr superar tantas lacras como las que ahora agobian su existencia. Creo que acertaba. A Bach no se le puede encajar en el mundo barroco, sería inadecuado y limitante, pues su lenguaje musical es antiguo, actual y futuro; intemporal y eterno. Su música pervivirá por los siglos. Y yo mismo siempre he imaginado que si alguna vez pudiera viajar en el espacio a los mandos de un ingenio espacial serían las Seis sonatas a trío para órgano la música que oyera una y otra vez en tal ruta infinita; la única que podría definir con precisión el paso de la nave a través de los jardines galácticos, más allá del tiempo y del espacio.
Al oír la música de Bach tengo la sensación de que la eterna armonía habla consigo misma, como debe haber sucedido en el seno de Dios poco antes de la creación del mundo. Eso pensaba el genio alemán Goethe para poder definir en una frase la profundidad, belleza y espiritualidad de la música de Bach, principio y fin de toda música, como lo describió Max Reger, el compositor y organista bávaro.
Es imposible no tener en Cuaresma a Bach como compañero. Su música es plenamente espiritual, íntima, profunda; un regalo para los sentidos, y mucho más en tiempo de penitencia y reflexión. Un lenguaje musical superior, cósmico, intangible, inefable, que trasciende lo humano llegando al fondo del alma para ansiar a sus compases la contemplación de lo divino. El citado Cioran, escéptico recalcitrante, nihilista convencido, decía sin embargo conmovido que: Tras la audición de un oratorio, una cantata o una Pasión, Él tiene que existir. De lo contrario toda la obra del Kantor sería una ilusión desgarradora. Y daba en el clavo, porque la música de Bach resulta rebosante de espíritu. Dios está en cada una de sus notas. Bach habla con voz divina.
Intenso tiempo penitencial. Leer el Kempis oyendo algunos de sus corales de órgano. Postrarse a los pies del prodigio de Jesús expirante en su Septenario, teniendo en la memoria el aria Komm, süßes Kreuz, so will ich sagen, de la Pasión de san Mateo, quedar pequeño ante la grandiosa verticalidad del catedralicio Señor de la Buena Muerte, con los compases cortantes del Crucifixus de la Misa en si menor, pasaje que antes había formado parte de la cantata 12, taladrando el corazón. O escribir al alba un lirio de la Expiración o un clavel rojo de la Buena Muerte, oyendo el aria para bajo y coro de la Pasión san Juan: Eilt, ihr angefochtnen Seelen. Y así indefinidamente con la compañía fascinante de este hombre al que Dios dotó de un genio portentoso para que fuera una de sus voces en la tierra.
Bach y la Cuaresma forman para mí un todo unitario e indisoluble. Una simbiosis de fe, trascendencia y profundidad interior. Un Universo grandioso que me inspira y alienta en mi fe en la Providencia que no para de crecer con el paso del tiempo. Un sentimiento inexpresable, pues su música parece que late en mi sangre, que ya vine al mundo a sus compases. Es la voz misteriosa que siempre he anhelado seguir desde el día en que vi la luz primera. Es como si encontrara mi perfecta identidad al oír cada uno de los pasajes escritos en sus partituras. Es cuanto siempre he deseado contemplar, sentir, y más en el lenguaje musical que desde mi punto de vista es con el que más cosas indecibles pueden expresarse. Bach es un regalo divino.
Estará a mi lado toda la cuaresma, como el resto del año, como ahora, cuando termino de redactar este artículo latiendo en el alma la suprema delicadeza del aria inicial de las Variaciones Goldberg y brota una mazo de claveles y lirios de pasión en las entrañas en la espera de esos días santos en los que Jaén de Judea, se hará una Jerusalén entre olivos para contemplar por sus pinas callejas encaladas de luna, geranios de sangre y coplas de encendido sentimiento los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor.
Ramón Guixá Tobar.
Imagen: El verdadero rostro de Bach, obtenido con tecnología digital y forense.