Por ANTONIO DE LA TORRE OLID / Hay tres rasgos propios en la condición humana, la empatía, la resiliencia y el lenguaje, o mejor dicho, el buen uso del lenguaje, de los que podemos echar mano al libre albedrío. Este último por cierto, también propio del ser humano, salvo cuando se trata de cercenarlo.
La capacidad de resiliencia ante la adversidad y duradera en el tiempo, puede ser íntima; o colectiva, de un pueblo. Bien sabe de ello la provincia de Jaén, que a diario se levanta, pese a un agravio ancestral, resiliencia que sin embargo se adereza con dosis de quejido, lamento y un sesgo de resignación, que pese a que se combate, no terminan de superarse.
Sirva el ejemplo para describir a quienes reclaman atención en tantos puntos del mundo. Algo que sin embargo decae por designio de ese principio periodístico del interés humano (IH), que ocasiona el que, apenas que pasa el primer impacto noticioso de un desastre natural, de una hambruna o de una guerra, el interés de los demás hacia esa persona o de la agencias internacionales respecto a un conflicto decae, porque el consumidor de una información que se repite en el tiempo, digamos que se hace resistente y algo insensible. Un principio que tiene otra cruel derivada, el típico ejemplo por el que puede generar más impresión en una persona la muerte de un vecino, que la lejana situación de miles de refugiados en Oriente Medio o la cifra del último año de africanos que han fallecido cruzando el Estrecho o en su travesía a Canarias.
Contextualizado, vayamos al corazón de lo que hoy nos ocupa. Francesca Albanese, relatora de la ONU, abogada italiana especialista en derechos humanos, entrevistó recientemente a niños de Gaza, que sin embargo hoy están todos muertos. “Es un trauma con el que tengo que vivir”, declaró a Televisión Española. Israel no le deja pisar Palestina, como a otros compañeros.
Esa, por ahora, impunidad con que actúa Israel (pese a la denuncia de Sudáfrica en la Corte Internacional de Justicia) es la novedad, paralela a la falta de reacción del resto de países, en los que a buen seguro están pesando otros intereses económicos. Las grandes potencias bloquean acuerdos de alto el fuego; resoluciones de condena en la ONU; y juegan desde el lenguaje político y diplomático para llamar a lo blanco negro, lo que es obvio para los ciudadanos y denuncia Albanese: “estamos asistiendo al primer genocidio retransmitido por sus víctimas”.
Pues bien, llama la atención la puerta que abre Albanese, cuando dice que los ciudadanos de numerosas capitales del Norte se echan a la calle desde “una enorme solidaridad con el pueblo palestino. No es simpatía, es empatía. La gente siente lo que está pasando al pueblo de Gaza”. Y en esa empatía subraya especialmente a España.
Y de nuevo describiendo la contradicción a la que estamos asistiendo, cuenta esta abogada: “Palestina se está convirtiendo en un paradigma de la injusticia”. Lo que está en juego es que “hay decisiones que adoptan gente que no escucha a la calle”, “la política sin leyes se convierte en criminal”.
Expresado ya lo principal, por ahora no hay más remedio que tratar de describir cómo están viviendo los casi dos millones de desplazadas gazatíes, para que, como decimos, tratar de que no caiga en el olvido la situación de unos seres humanos. Porque de lo contrario, es muy apropiado traer a colación la imagen de los protagonistas de la película “La sociedad de la nieve”, ahora que está tan de moda: la impresión por su desaparición dio paso a un progresivo olvido, al creer que estaban muertos.
Como a los uruguayos, parece que no dejamos a los gazatíes más que a merced de su propia resiliencia. Por cierto, paradojas también de esta impresionante historia de contrastes de la Humanidad, al hablar de resiliencia, es un buen ejemplo el de Viktor Frankl, de familia judía, insistimos en lo de judíos, un pueblo al que la historia tristemente ha enseñado lo que es el sufrimiento y que conoce lo que es la persecución, la vía errante y la falta de sentimiento de pertenencia a un lugar. Frankl, psiquiatra, austríaco, con una historia de supervivencia memorable, vivió desde 1942 a 1945 en varios campos de concentración nazis, entre ellos Auschwitz, donde vio morir a su mujer, sus padres y otros familiares y amigos. Y sin embargo en su legado dejó su experiencia, mediante la cual pasó ese tiempo queriendo buscar sentido a su vida, anclándose en que, pese a la barbarie que te rodea, eres libre de interpretar en tu foro interno esos acontecimientos y cómo dejar que te afecten.
Su discípula, la húngara, también de familia judía, Edit Eger, escribió en “La bailarina de Auschwitz” una experiencia personal similar, tras perder a sus padres en la cámara de gas. De nuevo la capacidad del ser humano de enfrentarse a la adversidad y superarla.
Y en ese juego, entre lo que nos decimos a nosotros mismos y lo que nos dicen, cobra una enorme importancia la significación que damos a la cosas mediante el lenguaje.
Puede parecer un poco extemporáneo lo que traemos a colación, pero se entenderá pronto. “Si los nombres no son correctos, las palabras no se ajustarán a lo que representan. Y si las palabras no se ajustan a lo que representan, las tareas no se llevarán a cabo y el pueblo no sabrá cómo obrar”. Se trata de un aserto de Confucio, expresado nada menos que hace 2.500 años y que ha recogido recientemente Alex Grijelmo en un artículo. Un paréntesis por cierto para alabar a este periodista burgalés, al que debemos que desde la presidencia de la Agencia Efe, propició en 2005 la creación de la Fundación del Español Urgente y su manual, de consulta obligada y extendida en estos veinte años. Grijelmo apela a la responsabilidad de cómo usan el lenguaje los políticos.
Suponemos que cuando un gobernante necesita reducir su mensaje a los quince segundos de su tiempo televisivo o en un twit, tiene la tentación de querer captar la atención creando confusión; repitiendo una verdad a medias para que se haga veraz en su conjunto; entonando frases hechas y eslóganes; o atribuyendo a un hecho un adjetivo de forma desproporcionada.
Así pues, como un territorio y sus gentes reclaman y necesitan no salir del foco de la atención y de la solidaridad de otros; los que les rodean le deben al menos un tributo de empatía. Y es que, por más resiliencia que queramos practicar, los héroes como Frankl son muy pocos, pero el resto de los mortales, esos que están destinados por ejemplo a pasar el resto de su vida en un campo desértico y fronterizo entre Gaza y Egipto, además de esperar la muerte, apenas si les quedará la empatía humana.
(Foto de Amnistía Internacional España)