Por PEDRO MOLINA ALCÁNTARA / Comienzo a escribir estas palabras justo una semana después del día de San Valentín y, un año más, me tocó vivirlo en solitario. Ya se acostumbra uno, pero igualmente es inevitable sentir una leve punzada de dolor.
Pasa la medianoche del día 13 y ya es 14 de febrero. No puedo evitarlo y abro Youtube. Comienzo a reproducir canciones de pop y rock romántico de los ochenta y los noventa: Journey, Foreigner, Survivor, Lionel Richie, Jennifer Rush, Pat Benatar, Chris Isaak, Bryan Adams, Nirvana, Celine Dion… Más actuales me resulta más complicado encontrar canciones que conjuguen música y romanticismo a mi gusto, pero se abren paso Taylor Swift, Christina Perri, Lana del Rey, Gotye… Las letras fluctúan entre lo bello, lo tierno, lo desgarrador e incluso, a veces, lo patético. Estas melodías son para mí eso que llaman ahora a guilty pleasure -un placer culpable-.
Me voy a la cama cansado, son las dos de la madrugada. A la mañana siguiente despierto pensando en ti y me cuesta comprender el porqué. Hace varios años de la última vez que te vi, apenas mantenemos contacto y, además, nunca fuimos nada. Jamás seré capaz de desentrañar el enigma de tu luminosidad personal y tu misteriosa magia.
El día va pasando e intento -y consigo- ser fiel a mi rutina habitual. Castigo mi cuerpo en el gimnasio sin misericordia alguna hacia mí mismo para no pensar tanto en ti. Esto ya estaba superado hace años, o eso creía, porque el corazón es así de puñetero. Sopeso la posibilidad de escribirte para decirte lo que sentí por ti, a modo de desahogo y para saber si alguna vez signifiqué algo para ti, al estilo 20 de abril de Celtas Cortos. Finalmente, acabo declinando esa opción pues, ¿qué sentido tendría ya?