Por TERESA VIEDMA JURADO / A estas alturas de diciembre, y acabando ya la tercera tableta de turrón de chocolate, vivo la Navidad con nostalgia de aquella magia de la infancia en la que villancicos, belenes, familia, regalos y frío polar significaban la época más maravillosa del año. Como si los deseos de paz y bondad, la sonrisa inocente, la ilusión y el brillo de una mirada tuvieran más fuerza que todas las contiendas y maldades del mundo. Una magia que sólo vuelves a vivir cuando la transmites a tus hijos. Lo malo es que, con el tiempo, me descubro inerme ante la realidad: que el odio, la guerra, la envidia, el egoísmo y la maldad infinita nunca se agotan; que la ilusión de los niños a veces se quiebra rompiéndoles el corazón. Entonces, la esperanza se torna en desesperación, la justicia en arbitrariedad y tropelía, y una se ve aquí, en la flor de sus años, la cincuentena, preguntándose si ese odio visceral, esa inquina que gusta de dividir en dos bandos, y enfrentarlos, como si no fueran conocidos, amigos, familia…, se deberá a algún tipo de demencia. Me temo que no, la experiencia me dicta que es más común encontrar perversidad que locura. Sin embargo, y aunque no es fácil ser decente en tiempos tan indecentes, no me rindo. Es Navidad y no queda otra que intentarlo.
(Publicado ayer en Diario Jaén).