Por MARTÍN LORENZO PAREDES APARICIO / Alberto llegó al casco histórico al mismo tiempo que «La movida de Madrid» estaba en su máximo apogeo. Había conocido los últimos días del franquismo y se consideraba un hijo de la Transición. Comenzaba un nuevo proceso vital para todos los españolitos y españolitas.
Él, desde siempre, había querido ser escritor. Siempre pensó que la manera de poder serlo sería instalándose en la parte vieja de su ciudad.
Jaén, a pesar de toda su piedra desaparecida, aún conservaba lugares típicos en los que poder vivir alejado de las grandes avenidas
Así pues, con veinticinco años recién cumplidos, atravesó la frontera que separaba lo nuevo de lo antiguo. Aquí, cruzó su vida con las de otros artistas y su activismo democrático enraizó entre las calles del hermoso lagarto.
Se acuerda cuando el golpe de estado mantuvo en vilo el espíritu de todo un país. O cuando se anunciaba otro vil asesinato cometido por la banda terrorista ETA.
Sus primeros poemas, sus primeros relatos, los construyó en las noches de otoño, escuchando el repique de las campanas de las iglesias o el ruido que hacía la hojarasca cuando atravesaba la plaza en la que vivía.
¡Cuántos palacios y casonas había en el barrio cuando llegó! Sin embargo, no supieron salvarlos de la especulación inmobiliaria. Qué tristeza cuando la piqueta derribó el Palacio de los Uribe.
El olor a pan, que salía de una tahona que ya no está, fue el primer aroma que escuchó al atravesar la puerta de sus sueños para internarse en las entrañas de la ciudad.
Todas las noches, con el balcón abierto, esperaba que la fragancia del pan recién hecho subiera hasta su apartamento para ponerse a escribir.
Foto: Restos del antiguo Palacio de los Uribe, en el casco histórico de la ciudad.