Por MARI ÁNGELES SOLÍS / Ya apenas recordaba el tiempo que se había deslizado por calendarios olvidados desde que se marchó lejos de su ciudad. Su único pensamiento era ella, ya convertido en recuerdo doloroso. A veces, en las noches frías del norte, recostada su cabeza en el marco gris de la ventana, mirando la tristeza sin alma que le rodeaba. Lamentaba haber abandonado su tierra, llena de luz y cielos azules, en busca de un mundo mejor. Tuvieron que pasar muchos años para comprender que aquel mundo mejor no existía, el único mundo mejor solo era posible en sus callejas del barrio de San Juan. Y, sobre todo, en ella…
El día que se despidieron, ella le juró que, si algún día regresaba para volver a marcharse, iría tras él. Aquel juramento había quedado grabado en el aire de sus calles, en los adoquines, en las almas… pero él no regresó, seguía lejos.
Cuando aquel médico tan experto, le comunicó los pocos días que le quedaban de vida, no pudo apenas articular palabra, simplemente se dejó llevar por los recuerdos que le quedaban de ella. En sus manos temblorosas, palpitante un corazón que nunca fue del todo suyo. Un camino extraño se abría ante sus pies. Un camino que acabaría en días o, tal vez, en horas. El viento que enredaba sus cabellos blancos, en muda caricia cargada de reproches, le susurraba que era el momento de volver a su tierra para morir en paz. El equipo médico consideró que podía realizarse el traslado pero advirtió que él podría debilitarse aún más. Pero él necesitaba estar cerca. Las enfermeras que le cuidaban pudieron descifrar las palabras que balbuceaban sus labios resecos: “No quiero verla, no… no quiero verla».
A la mañana siguiente le mandaron a casa. Ya nada se podía hacer. El final de sus días se acercaba de manera vertiginosa. Seguía repitiendo e su interior: “No quiero verla, no… no quiero verla».
Pero es que el amor nos estrella contra el infinito. Nos rompe en mil pedazos mientras nuestra alma se empeña en seguir soñando, seguir recordando, seguir amando. Y es cierto que no pudo más. Las piernas no le respondían a sus deseos, el corazón palpitaba apresurado y no debido a su dolencia. El corazón desbocado sólo quería verla, tal vez la última imagen que detendría en sus pupilas para allá cuando estuviese bajo tierra.
Y llegó hasta aquel lugar apoyado en un brazo amigo, al que pidió soledad en aquel instante. La vieja calle se abrió ante él, la calle de paredes encaladas en donde se reflejaba la luz del sol. La calle que tantas veces paseó. La calle que un día maldijo por atormentar sus recuerdos. La calle de quien nunca pudo ser suya pero que, acaso, quiso más que a nadie. Y mirando en el vacío… la figura de una vieja enlutada, con paso tembloroso, se balanceaba intentando encontrar su puerta. De lejos, separados por un abismo, las miradas permanecían fijas, pero él no dijo nada, sólo pensó: “No quiero verla, no… no quiero verla». Se dio la vuelta con un temblor doloroso, el brazo de apoyo volvió a su rescate. Y, ni siquiera tuvo fuerzas para preguntarle “¿era ella?”. Mientras, como un eco, se oyó chirriar la puerta vieja de madera y cerrarse con una lentitud desesperante. Él no quiso mirar atrás, tuvo miedo de ver aparecer nietos que no le llamasen abuelo, tuvo miedo de descubrir por quién aquel luto tan majestuoso por un amor que nunca pudo ser tan inmenso como el suyo. Dos tímidas lágrimas asomaron a sus ojos mientras abandonaba la calle vieja, de sol y cal.
Horas más tarde ya estaba en su lecho esperando el fatal desenlace, la despedida de la primavera, el túnel de la oscuridad. Mientras sus latidos se iban debilitando se plantó ante sus ojos, que apenas podía mantener abiertos, la imagen de la calle y de aquella vieja que se cruzó. Tal vez, para hacer más llevadera su partida se aferró a su último pensamiento, a una duda aterradora, al desenlace de su último día. Mientras se escapaba su último aliento, mientras su último latido anunciaba el momento, pensó con su alma en paz: “tal vez, no era ella» Y dejó de respirar…
Pasaron apenas unas horas y las campanas de San Juan volvieron a doblar. La puerta de madera dejó de chirriar y quedaría cerrada por siempre. Era ella pero él nunca lo supo. Ella fue quién, finalmente, le fue a buscar, como había jurado años atrás, si regresaba y volvía a marcharse. Y las paredes encaladas aprendieron entonces la gran verdad: Si a dos personas que se quieren, la vida las separa… al final, las unirá la eternidad.