Por MARI ÁNGELES SOLÍS / El tiempo que pasa va dejándonos espinas clavadas en la piel. A veces, se convierten en heridas y a veces sangran… luego, cicatrizan. Pero no dejan de ser herida que, en cualquier momento, puede volver a sangrar.
Y así hemos sido nosotros, como las líneas paralelas de los raíles del tren que buscan un otoño para descansar en paz, para llegar al fin de camino y dejarnos llevar por el susurro del viento. Y así somos nosotros, como viajeros que fijan su vista en estaciones cuajadas de encanto, con el ir de venir de viajeros que ignoran nuestra presencia, que conocen su destino pero no saben a dónde van. Pobres necios… Hubo un día en que yo supe que, estuviese donde estuviese, mis pasos irremediablemente irían hacia ti.
Aquella noche andabas encerrado en tus libros, entre tus papeles viejos, invadido por tu sabiduría. Yo vagaba en pensamientos, por esa tan nuestra constelación del dragón. Haciendo paradas de estrella en estrella, atravesando sótanos ocultos y sobrevolando campanarios. Apenas me escuchabas… acaso, de vez en cuando, alzabas tus ojos y me mirabas sonriendo, para hacerme creer que seguías el hilo de mi conversación. Al fin y al cabo, esas historias las habíamos vivido muchas veces, juntos, siempre juntos… tú, tirabas de mí para que me mantuviese a tu lado, yo, prefería estar un paso detrás para sentir que me guiabas. Tu apoyo y tu protección lo percibía de todos modos porque, no tenía más que alargar mi mano, para sentir el calor de la tuya.
Pero aquella noche era distinta. El cielo parecía querer estallar. Teñido de rojo, azul intenso, nubes negras y blancas que se entrelazaban, se abrazaban y se rechazaban a la par. Era como aquel juego absurdo del “ni contigo ni sin ti tienen mis males remedio. Contigo porque me matas, y sin ti porque me muero”. Pero yo divagaba entre calles estrechas de piedra buscando entre los campanarios la silueta blanca de aquella monja macabra perturbada por su virginidad no deseada. Y, en vez de desprecio, sentí pena de ella… imaginando dragones en cuevas y aquelarres con pactos para el diablo, y ahorcados en la plaza cuyos familiares se disponían a hacer negocio con los trozos de soga que les había arrancado el último lamento, el último suspiro… antes de viajar hacia ese infinito, quien sabe si hermoso o macabro, al que les mandaban las normas de aquel entonces simplemente por el hecho de ser judíos, sabios o herejes. Hombres al fin y al cabo.
Recorrí sola las calles, con la fiel compañía del viento, entre historias, leyendas y tesoros ocultos. Aunque sin dejar de pensar en ti… añorando tu presencia, tu relato, tu mano. Cuando dejaba el barrio judío atrás, la lluvia empezó a cubrirme queriendo cortarme el paso. Pero avancé para poder resguardarme en el callejón… y allí ocurrió…
Apoyada en la puerta de la taberna, me embelesaban los delirios de la soleá que lloraba desde dentro. De entre la lluvia, apareció él… frente a frente, los rasgueos de la guitarra parecían un gemido de dolor por los días no vividos acaso de aquellos ahorcados de la plaza. Con su brazo, rodeó mi cintura y me abrazó a su cuerpo. Jamás sabré, ¡jamás!, si aquello fue fortaleza o debilidad, pero nos besamos como si no hubiese un final, nos abrazamos como si el mismo diablo hubiese hecho un pacto con el destino para sellar una condena, y nos amaneció en aquella plazoleta rodeada de naranjos… Con una soleá retumbando en los oídos y con un cielo claro limpio de nubes. Me dejé llevar… quizá lamentando la impotencia de aquella monja absurda que no supo vivir.
Al volver, llena de dudas, llena de culpa… por tu parte, ni una palabra, ni un reproche. Sólo un gesto, tu mano que se acercaba temblorosa a mi cabeza acariciando mi pelo seco, mi pelo seco…
Pasaron meses, y yo siempre junto a ti. Nos balanceaba el tiempo por los mismos lugares, las mismas historias y las mismas lluvias… los mismos aguaceros que lloraron por soleares. Fue que una noche en la taberna, un quejío se adueñó de silencio mientras la guitarra se lamentaba y una voz entonaba “La noche del aguacero, dime, dónde estuviste, que no te mojaste el pelo”. Parecía que aquellas dos copas de vino estaban esperando que yo hablara, que yo confesara. Quizá, precisamente por eso, el amor se hace fuerte, porque no hay engaño, porque el saber la verdad nos hace libres. Te conté entonces cómo aquella noche del aguacero, él me abrazó, el me besó, que nos perdimos en cada recodo rendidos a las caricias y que las estrellas fueron testigos de intenso y fugaz amor. Tus ojos, llenos de lágrimas, me miraban con comprensión. Acaso era eso lo que necesitaba, no perdón, sino comprensión.
Fue solo una vez y no volvería a repetirse. Lo sabíamos porque nuestro amor era más fuerte que cualquier piedra en el camino, que cualquier aguacero… más fuerte, incluso, que un llanto por soleá.
Caminamos solos, juntos, por nuestras calles y nuestra vista se clavó en aquel campanario. La silueta blanca de la monja loca se retorcía imaginando el placer que nunca sintió. Miraba hacia la plaza, intentando observar acaso, los aquelarres de las brujas y sus métodos lascivos para impregnarse de conocimiento. Tú y yo nos miramos, y una sonrisa de complicidad nos unió haciéndonos terminar nuestro camino abrazados. Puede que ese fuese el tren que nos hizo alcanzar nuestro otoño.
Empezó a llover y tu abrazo me libró del aguacero. Cuando llegamos a casa, me miraste dulcemente y acariciaste mi pelo. Mi pelo. Mi pelo que estaba seco, porque se había resguardado en tu abrazo, aquella noche del aguacero.