Por MARI ÁNGELES SOLÍS / La habitación era húmeda y casi siempre, solitaria.
En un rincón, el muñeco de trapo, colocado, mirando continuamente en la misma dirección. Del techo, colgando la cruceta de la marioneta. Y el muñeco, inmóvil, la observaba. Ella esperaba a que llegase aquel momento en que entrasen esas manos y la hiciesen volar y vibrar. El muñeco a veces se envolvía en su inmovilismo pero no se dejaba ganar por la tristeza, porque sabía que su amiga, estaba siendo manejada, manipulada… si no fuera por las cuerdas, sería al igual que él, un muñeco de trapo sucio y descolorido…
El tiempo pasaba. La marioneta despertó una mañana con la absurda idea de ser libre. Y miró sus cuerdas, sin caer en la cuenta de que, esas cuerdas, eran la única posibilidad de tenía de adquirir un poco de vida… pero las quiso romper. En un macabro balanceo, empezó a tirar. Primero suavemente. Después con movimientos más bruscos hasta que… finalmente, arrancó las cuerdas y vio en lo alto, la cruceta girando en el infinito.
Quedó en el suelo, sola, rota, descolorida, sin movimiento. Fue entonces… la tormenta rugía fuera… el muñeco de trapo se arrastró y llegó hasta ella. La abrazó… estaban de igual a igual. La marioneta suspiró. Al romper sus cuerdas había encontrado la libertad. Tenía a su lado al muñeco que la abrazaba… y toda esa escena, rodeada de un silencio sepulcral, hizo brillar la luz de sus corazones.
La habitación se iluminó… cuando el muñeco dijo: “aunque te hayan hundido, yo te quiero. Incluso más”.