Por JOSÉ CALABRÚS LARA / Días pasados (15/6) publiqué una columna en Diario JAÉN titulada “El eclipse de Dios” en la que analizaba la utilización del símil astrológico por distintos autores y venía a concluir que la falta de percepción de Dios por parte del hombre como ser contingente, resulta indiferente y en nada empece a Su propia existencia y esencia como ser necesario, y que ese oscurecimiento de la imagen divina es culpa exclusiva de quien no quiere ver, por estar lejos o porque algo que se interpone le impide a la visión; en definitiva, que es un problema del hombre, que debe reflexionar o hacerse mirar lo que le estorba.
Un mes antes, Juan Manuel de Prada en su reflexión en el Diario ABC (16/5) titulada “El eclipse de la Iglesia”, a propósito de comentar la Memoria de Actividades de la Iglesia correspondiente al año 2020 (año de la pandemia), presentada recientemente, denomina “eclipse de la Iglesia” el descenso de la práctica sacramental que llega a calificar de “una fase final de secularización más propiamente llamada apostasía”. A mi juicio yerra el atípico escritor y columnista pues la Iglesia en España es una realidad bien visible, con independencia de la valoración de cada uno; la búsqueda de Dios requiere esfuerzo y la Fe es un don que Él otorga y requiere, al menos, la predisposición del sujeto que lo busca y -por supuesto- eliminar los obstáculos que se interponen.
No obstante, parece razonable tomar nota de esa llamada de atención, quizás desproporcionada, en la medida que revela una Iglesia española aquejada de cierta desacralización, por influencia del desapego de la sociedad actual a la religión, que es, sin duda, uno de los motivos que nos impiden percibir con nitidez a la Divinidad.
El mundo moderno, particularmente el llamado “primer mundo”, sus sociedades occidentales, industriales, urbanas, avanzadas, si me apuran posmodernas, ha puesto en solfa en el pasado siglo XX las estructuras, convenciones y valores tradicionales dando por superadas la cultura clásica grecorromana, la ética cristiana en sus distintas vertientes, convirtiendo al hombre en árbitro y medida de todas las cosas, único punto de referencia para distinguir el bien del mal, lo bello de lo feo, lo que avoca al relativismo y las filosofías e ideologías desintegradoras.
En la Memoria, los obispos se esfuerzan en presentar la imagen de la Iglesia que rinde cuenta de sus actividades y aspira a la transparencia, por tanto, nada impide que el hombre pueda constatar su ingente labor, que es patente, y en ello se esfuerza con la propia Memoria que rinde cuenta de dónde emplea sus recursos humanos y materiales y que revela el importante aumento de la actividad formativa, educativa: colegios, escuelas, universidades, actividades misionales y prestaciones de servicio a la comunidad. Este año, a consecuencia de la pandemia y la crisis económica y sanitaria generada, prima la actividad asistencial por el crecimiento de las necesidades materiales de la población, a lo que se une el descenso de los valores y la progresiva laicización de la sociedad, que es utilitarista y siempre más dispuesta a exigir ayudas que a admitir exigencias.
La Iglesia que sigue el mensaje evangélico, no es ni puede limitarse a ser una ONG. Su labor solidaria y caritativa es consecuencia de un precepto divino que le sirve de base: “amar al prójimo como a sí mismo” (Mt 12,31 y Mc. 22, 34-40), actualizado en el “Mandamiento nuevo”: “amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn.13,34). En consecuencia, ese amor al hermano es fruto de un profundo amor a Dios y ello trasforma todo su actuar. Quizás en la Memoria publicada por la Conferencia Episcopal ha pasado desapercibido un dato que considero relevante: se han destinado en España más de 41 millones de horas a la actividad pastoral de la Iglesia. Con simples operaciones aritméticas se obtienen conclusiones claras del tiempo empleado en tareas evangelizadoras. Es un dato que no se puede banalizar, ni enjuiciar en función de las apetencias o los gustos personales de cada persona; como tampoco se puede obviar el culto a Dios, amándolo “sobre todas las cosas”, que es el Primer Mandamiento, y la adoración Trinitaria, el culto de Latría que solo a Dios se debe y que a veces los cristianos echamos de menos pues puede parecer que “no se estila”, cuando compete individualmente y es -debe ser- la primera obligación del creyente.
No sé dónde leí hace tiempo que la dinámica de la historia de la Iglesia pivota entre la consideración de la Cruz latina, con el brazo horizontal más corto que el vertical, y la Cruz griega, con los dos brazos iguales y en cada tiempo prima una tendencia sobre otra. Es una imagen que nos puede servir. Tampoco se debe perder de vista que la actividad caritativa, asistencial, de amor al prójimo (horizontal) nace siempre del amor a Dios y el íntimo conocimiento del mismo, que representa el eje vertical de la Cruz, pues solo desde la común filiación de un mismo Padre surge la fraternidad universal.
Es momento de acabar; el permanente debate en la Iglesia, que debe huir del pensamiento único y es enriquecedor en la variedad y en la sana discrepancia, sin miedos porque el riesgo está cubierto y garantizado por Jesús de Nazaret; en Mateo está la respuesta: “Portae inferi non praevalebunt adversum eam” (Mt 16,18); puede quedar tranquilo de Prada; larga vida a la Iglesia.
Al final, como muy atinadamente ha apostillado Julio Segurado en Facebook a mi comentario, la receta para sanar el eclipse de Dios “se llama evangelización, por parte de cada cristiano que debe dejarse de lamentos y acritudes y realizar su vocación de sal de la tierra y luz del mundo” (Mt. 5,13). Pues eso, que los cristianos debemos aplicarnos como pedía Pablo, a tiempo y destiempo –opportune et importune– (Tim. 4 1-8) a alumbrar delante de los hombres; ese es el camino de volver a ver su Rostro.
Foto: Misa en la Catedral de Jaén en la pasada fiesta del Corpus Christi.